Cuenta la tradición que Santiago el Mayor, primer apóstol en derramar su sangre por Cristo tras ser decapitado por Herodes Agripa, es trasladado a Hispania en el arca marmórea hasta el finis terrae, confín del mundo, cumpliéndose la profecía: seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra. Varios siglos después bajo el reinado de Alfonso II El Casto se descubre la tumba del Apóstol. Al margen de la veracidad de los restos, el hecho es determinante para la conformación de nuestra identidad. Con este hito toma más cuerpo aun la idea de la recuperación de la España perdida, la firme convicción -con todos los avances y retrocesos que se quiera- del rechazo a vivir al modo islámico, a recuperar la unidad anterior en torno a la idea de la defensa de la Fe. Europa empieza en Santiago. Que la idea singular de lo hispánico -concepto universal como pocos en la historia-, ha tenido una influencia decisiva en ambos hemisferios, es inútil negarlo, su huella imborrable y los efectos de esa historia que nos empeñamos en denostar, impagable. Si Europa termina en estas tierras del Sur, se lo debemos a ese gran esfuerzo colectivo. Esta sucesión de hechos nos ha dejado perlas que no debemos dejar pasar por alto, como el hasta entonces inédito valor y dignidad de la vida humana, el respeto a la integridad y singularidad de cada persona como valor en sí mismo, diferente y único, no sustituible.

En esta idea revolucionaria está el germen del desarrollo de nuestras sociedades europeas y su ventaja comparativa con el resto del mundo que se empeña en teocracias u otras ideologías similares como el comunismo- religión sin Dios-. Ellos claman por algo que nosotros tenemos: pluralidad política, libertad y propiedad. Más allá de la fiesta religiosa, Santiago es España, que es libertad.

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