Análisis

Verónica Molero Lozano

El adiós del rey Fernando

érase una vez la historia de un rey. Como nombre de rey, Fernando se llamaba. Era bien parecido, divertido, sabía entregarse a sus semejantes. Ayudaba a los demás sin pedir nada a cambio. Se daba a querer. El rey tenía tres nietos: tres principitos que vivían junto a su abuelo en su gran castillo situado allá en una pequeña aldea: la aldea de 'Siempre Tú'. Matías, Nicolás y Mauro eran plenamente felices rodeados de todo tipo de comodidades de las que bien se ocupaba de cubrir la reina con amor y tesón. A pesar de ser primos convivían estrechamente con los reyes en ese lugar tan maravilloso. Tanto, que era un edén de sonrisas y complicidad. Día sí y día también los tres pequeños paseaban, jugaban, se contaban con viveza sus hazañas y hasta se imaginaban de mayor.

El rey Fernando tenía un semblante serio y formal pero era todo ternura y risas, en especial para sus tres pequeños remolinos con los que era capaz de todo y más. En su fortaleza nada les faltaba, desde sus comidas preferidas a paseos infinitos por los senderos del reino cada tarde. Era entonces cuando el tiempo se detenía y el paisaje olía a bondad y a enseñanzas. El rey ya era algo viejito y presumía de bastante tiempo libre para hobbies. Cultivaba con mucha soltura el cantar y tocar la guitarra, con la que siempre sostenía una gran conexión y a través de la cual enseguida podías saber cómo se encontraba su cabeza según la cantiga elegida. Épocas y etapas para disfrutar sin contar con que, allá por el mes de febrero, una paloma mensajera vendría volando a la torre de su habitación portando en su pico un mensaje del Rey de Reyes. Por aquellos entonces los reinos eran muy difíciles de gestionar y requerían de tiempo y destrezas de las que solo el rey Fernando cosechaba y su pueblo presumía. Esa misma tarde, con repentina premura, tuvo que partir hacia uno de los reinos anexos, el cual precisaba de un buen arquitecto que le organizara y pusiera un poco de orden. El Reino de los Cielos, así se llamaba dicho lugar y disponía de un extenso terreno, concretamente 101 preciosas hectáreas.

¡Dicho y hecho! El rey ordenó a sus escuderos que lo dotaran de galas y buenos perfumes. Montado en su burra más preciada y lozana, ataviada de grandes ropajes, emprendió el camino más corto. En una mano portaba su pergamino firmado y sellado por las divinas autoridades para poder acceder al nuevo reino y riendas firmes de colores blanco y azul en la otra.

¡Siempre de frente valiente!, se repetía una y otra vez en su caminar decidido. Caminante, sí hay camino, como así luceros de amor en la luminaria de los recuerdos. El otro lado era sublime, todo tan diferente, ideal, sereno y nuevo que el rey pronto quedó hechizado del olor de las flores, sonido de riachuelos, luz del sol, canto de pájaros, senderos llenos de plenitud: sí, Fernando encontró en el reino colindante un 'todo' de cuya esencia quedó prendado para siempre. Allí se reencontraría con amigos de la niñez que tanto tiempo unos, y no tanto otros, hacía que no veía. El rey no regresaría ya a su castillo. Todo el pueblo, en multitud, junto a los suyos, se preguntaron qué habría visto al cruzar. Sus tres pequeños hombrecitos a su vez también se preguntaron por qué ya no podrían ver a su abuelo Fernando nunca más, por qué ya no podrían volver a escucharle cantar…

Pero en ese instante de múltiples preguntas y dudas apareció el hada 'Nardo', llamada así por el olor que a su pasar desprendía. Nardo, pequeña, ingrávida, brillante, risueña y con vocecita muy aguda, les dijo a los niños y a la reina que ella venía del lado del reino luminoso llamado 'Estrella', donde el rey andaba bastante liado trabajando en la misión que se le había encomendado y que éste estaba tranquilo, en paz y dedicándose por entero a la magnitud de este nuevo servicio que le había tocado en suerte desempeñar. Que como él no había otro para tal fin y que tuvieran paciencia para volverlo a besar, oler, sentir... Que no estuviesen tristes porque él no lo estaba, aunque algo preocupado si andaba por la demora para verlos. El hada Nardo, con una gran sonrisa, les aseguró a todos que volverían a ver al rey, que esto sólo era un designio divino y que el 'hasta luego' estaba garantizado. En ese momento, como una ráfaga de promesa cierta, en el reino entendieron que todo marchaba viento en popa y los tres pequeños del rey y su reina volvieron a sonreír en la esperanza del reencuentro.

Y colorín colorado, este cuento no ha terminado...

Gracias por tanto.

Tu familia siempre contigo.

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