José María Pavón Maraver

100 años del fallecimiento de Dª Carmen Núñez de Villavicencio (1923-2023)

Tribuna libre

12 de julio 2023 - 00:30

Pensar sobre claves de santidad podría parecer a mucha ciudadanía actual algo pasado de moda. Estamos demasiado acostumbrados a expresar preocupación por ineludibles temas materiales y sin embargo, pese a lo increíble del hecho hay quien afronta la búsqueda de la perfección espiritual _ahora y siempre_ aunque la santidad genera temor ante el abuso que la palabra ha soportado. Sé que hablar de santos no es común y si me decido a hacerlo, se debe a una convicción poco hagiográfica. Me mueve la admiración y el respeto hacia el recuerdo de quien supo hacer verdad la llamada a la perfección desde nuestro entorno local. Alguien me dirá que exagero… ¡Si ni siquiera es sierva de Dios!

Los cien años transcurridos desde su fallecimiento exigen, pues, valorar lo inspirador de esta mujer que elevó la categoría del compromiso.

Reivindico la santidad, sí, porque merece la pena.

Dª Carmen Núñez de Villavicencio fue una mujer de los pies a la cabeza, con clase y con arrojo. Antes que verla como una filántropa de la piedad cristiana escandalizada por el impúdico mundo que crecía al compás de la modernización, hay que reconocer a quien asumió precozmente lo que era tarea social. Afrontó los fenómenos lumpen que se derivaban del crecimiento industrial en el que su propia familia había participado.

Fue una emprendedora que supo acomodar fe y justicia de manera valiente y decidida. La misión en su caso, comenzó con su propia conducta. Optó preferencialmente por los pobres, opción evangélica que la llevó a tomar un compromiso bien evidente entre la sociedad de su tiempo (1840-1923). El discurso de la fe en un mundo secularizado le hizo contraer un compromiso con tanta eficacia, como el que demostraban los libros de contabilidad de su clan familiar. Hoy que hablamos de ir al encuentro de las fronteras, debemos reconocer a quienes lo hicieron materialmente antes que nosotros y Dª Carmen lo logró a todas luces.

Sobrepasando puritanismos fuera de lugar, su idea de Redención fue eficaz sustituyendo los vacíos de una iniciativa pública que tardó en llegar.

A los 28 años contrajo matrimonio con Pedro Domecq Loustau, rico bodeguero de procedencia francesa, hombre virtuoso, sin cuya generosidad y respeto no hubiera podido llevar a cabo la obra que emprendió. La súplica de Carmen era esta: “Que sea cada día mejor esposa, mujer, madre, mejor hija. Haz Señor que yo sea una mansión de paz dentro de la familia” y lo consiguió convirtiendo aquella casa grande del Arroyo, en lo que se podría llamar un templo dedicado a la paz y a la caridad. Compaginó admirablemente la vida de oración y de caridad con el cuidado de su extensa familia, compuesta por su marido, su padre y hermanos y 10 hijos. También tuvo que aceptar el desprenderse de 4 de sus hijos durante su infancia y más tarde de su marido, y siendo ya octogenaria de su hijo Pedro y dos de sus nietos, Javier y Magdalena, muertes que hicieron cada vez más configurarse al Corazón de Jesús.

Carmen llevaba ya una vida de oración y tenía tal devoción al Santísimo Sacramento que cada vez se sentía más empujada a la unión con Él, materializándolo en detalles concretos y a realizar el mayor bien posible: “Cuanto más doy, Dios se complace en darme más y más”. Ese momento llegó cuando a raíz de la profesión de su marido, al frente de las bodegas de Pedro Domecq, que tenía un capital humano de miles de personas tomó contacto con esa realidad del mundo obrero.

Se sentía inclinada a cuidar de aquellos que tenían vocación, bien al sacerdocio o a la vida religiosa, de la educación de la niñez, especialmente de las niñas y de las jóvenes expuestas a los riesgos que van unidos a la pobreza y la ignorancia frecuentes en su época para proporcionarles todo lo que pensaba humana y espiritualmente, sembrando sus vidas de esperanza y amor a Dios llegando incluso a que muchas entregaran su vida al servicio de Dios y de su Iglesia.

Además, a los enfermos y pobres nunca les faltó su caridad junto a la ayuda de su esposo. Mientras ella quedaba a la cabecera de la cama de algún enfermo en su última agonía o haciendo incluso los oficios más repugnantes, él mientras tanto cogía en sus brazos a los pobres ancianos para acomodarlos en sus camas en el asilo de la Hermanitas de los Pobres.

De la hermosa recién casada, como vemos en la fotografía a la moda isabelina, a la dulce anciana enlutada en cuyo armario sólo tenía otro vestido para cambiarse; desprendida y entregada a los pobres a la cuál llamaban “su madre”. Cuentan las crónicas de la prensa “El Guadalete” en el día de su fallecimiento de cómo acudieron dos pobres ciegos a la casa mortuoria; dos hombres recios y endurecidos por la vida que irrumpieron en la capilla ardiente con los ojos llenos de lágrimas preguntando: ¿Dónde está nuestra madre? Inmediatamente uno de los hijos los condujo al féretro donde yacía aquel cuerpo inerte, al que con emoción y con veneración besaron aquellas manos heladas que tantas obras de misericordia hicieran en vida… Ésta y otras muchas historias podríamos contar pero no viene al caso, lo que sí podemos decir es que Dª Carmen fue una mujer de su tiempo, pero la orla de la santidad cuesta cosecharla y cuyo recuerdo histórico irradia desde el sagrario de la catedral donde reposan sus restos a los pies del que fue el “Amor de sus amores”.

Hoy a partir de las 19.30 h en la Basílica del Carmen, la comunidad carmelita, en unión con sus descendientes y todo los fieles congregados, le rendirá un pequeño homenaje en agradecimiento en el centenario de su muerte, por ser una de las grandes benefactoras de este convento, y a los que particularmente favoreció para que pudieran volver a la que fue su casa con su bendita imagen el 10 de abril de 1880 y que como broche final de una vida, fue la camarera de la Santísima Virgen y dejó encaminada su coronación que tendría lugar el 23 de Abril 1925.

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