Dejar de comer carne es cosa muy cristiana. La Iglesia concibe la abstinencia como un acto penitencial, al menos, desde el siglo II. Pero este precepto se ha ido aligerando, a modo de indulto parcial, y hoy queda en manos de la Conferencia Episcopal concretar el ayuno y la abstinencia, incluso sustituirlo por otras prácticas de piedad o caridad.

Ahora bien, estando el kilo de solomillo de cerdo en Carrefour a 5,99 y en Alcampo a 5,35 euros, sería mayor acto penitencial pasar los Viernes de Cuaresma a oscuras, ya que la luz eléctrica sí se ha convertido en artículo de lujo. Además, la imagen no puede ser más cofrade… todos los viernes de cuaresma a la luz de las velas.

El político hispano moderno, cuando no media ayuno ni abstinencia, es más dado a la ternera que al puerco. Y del vacuno prefiere el solomillo a cualquier otra pieza. Aunque hace ya tiempo que nuestros dignos representantes descubrieron que con las delicias del mar se agrada al paladar y no se incumple el precepto. De hecho, cuando un político rompe a comer marisco, lo hace con voracidad compulsiva. Hemos vivido experiencias en las que, cuando algún político se cuadra y conoce por primera vez al bogavante, experimenta tal grado de fidelidad al crustáceo, que ya no lo abandonara mientras dure el cargo y el erario público. Metafóricamente, el político mata por no perder, ni el uno ni el otro.

Durante la segunda mitad del siglo XIX se implantó en España el 'impuesto de consumos' que gravaba la comida, la bebida y el combustible. El último gobierno nos ha regalado todo un ministerio de consumo. Y su ministro, sensible a las necesidades del pueblo, recomienda no comer carne. El consejo produce dos beneficios inmediatos: un ahorro impositivo y, en cuaresma, cumplir con el precepto. ¡Qué preclara magnanimidad!

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