El movimiento feminista está en pie de guerra consigo mismo. Venía desde hace tiempo debatiéndose en lucha larvada pero fratricida entre sus dos almas más significativas: el sector más clásico o identificado con los postulados históricos y un feminismo de segunda o tercera generación, dispuesto a dar un triple salto mortal en la reivindicación de un nuevo modelo que cuestiona la esencia de la pelea que empezaron sus mayores.

El cierre de filas y la unidad mostrada estos últimos años se ha venido abajo y por mucho que se llame a la concordia, se busquen enemigos fuera o se organicen actos de desagravio, la división es evidente y diría que, en este caso, sana.

El que hoy no piense -en una sociedad abierta como la nuestra- que la igualdad efectiva en derechos y dignidad de las mujeres es una conquista justa que necesita seguir apuntalándose, o es un troglodita o vive a la manera de teocracias que niegan la condición personal del ser humano. Pero de ahí a la reivindicación de este feminismo radical que cuestiona todos los fundamentos antropológicos de nuestro acervo cultural y termina en la idiotez de defender una ocurrencia más descabellada que la del día anterior, hay un abismo, que tiene roto al feminismo.

La ley Trans aun cuando no lo pretendieran sus promotores, es una enmienda a la totalidad a la lucha por la igualdad que diluye el protagonismo de la mujer y lo que es peor, no protege a las personas trans. La ley del sí es sí, por mucho que buscara un fin noble, es una chapuza jurídica que deja a las víctimas a los pies de los caballos.

Esto ha puesto en pie de guerra al feminismo histórico, cuyas madres piden cordura a las hijas para que abandonen la deriva woke, el postureo postmodernista y bajen un grado la soberbia de quien nunca se ha jugado el tipo. Hay un feminismo necesario y otro prescindible.

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