Análisis

Tacho Rufino

La guerra es hija de la historia

En los momentos graves, la simplicidad en la opinión impera, y con ella el ardor: nos aferramos a las verdades consabidasDebemos considerar los intereses del agresor, y no sólo echar de ellos pestes

Ha sido más fácil ser epidemiólogo y sismólogo de ocasión que, de repente, ucranianólogo o rusólogo (más bien rusófobo, en la inmensa mayoría de los casos cercanos, y los periodísticos). Atribulados como estamos en el curso desquiciado y aceleradísimo de las desgracias; unas que van desbancando a otras, mandándolas al banquillo de la notoriedad pública, con una rapidez que espanta. Cuatro esquemas científicos (?) aprendidos de urgencia y por internet nos han valido para opinar -cual escopetas de feria- sobre el origen, evolución y política sanitaria de la pandemia; o, ya en petit comité español, sobre piroclastos, tremor y erupciones estrombolianas. Con la invasión brutal, zarista, nacionalista y postsoviética de Ucrania por parte del ejército de una decadente Rusia que ve menguar su poder geopolítico y económico en el mundo, sucede que no hay argumentos estándar que se sostengan a la hora de analizar las causas de la barbarie bélica vigente, porque en las razones de este conflicto está la Historia, y esas son palabras mayores: sólo una inmensa minoría es capaz de manejar hechos complejos y dialécticos del pasado para tener criterio a la hora de narrar con cierto fundamento lo que pasa en el presente: invasión, bombardeo de civiles, pavor y éxodo de los débiles -una inmensa mayoría-, misiles lanzados a ciudades y a centrales nucleares: la guerra no sabe de respeto de soberanías y fronteras, ni de compasión, sino mucho más bien al contrario.

Estuvo impresionante el responsable de Exteriores de la UE, Josep Borrell, en su discurso en el Parlamento europeo hace unos días: "Nadie puede mirar a otro lado mientras que un potente agresor agrede sin justificación alguna a un vecino mucho más débil". También advirtió sobre la posición comprometida en la que los habitantes de la cara brillante de la vida nos encontramos entre el pasmo, el asombro y la zozobra: "Este momento trágico puede servir para que los europeos nos demos cuenta de que vivimos en un mundo peligroso que amenaza nuestra vida y nuestra prosperidad". Dos verdades como dos templos: no podemos aceptar el totalitarismo imperialista por las armas, y los privilegiados podemos no serlo para siempre. Contra la guerra, contra la muerte y la destrucción está toda persona decente, pero es contraproducente no recordar que la guerra es un producto genuinamente humano; y por tanto la necesidad de dotarse contra la ella. Es del todo tontucio el lema "No a la guerra": es cosa de gente que duerme bien, lejos de los problemas, centrifugando con toneladas de suavizante su conciencia entre edredones y seguridades cotidianas. Así, cualquiera.

En los momentos graves, la simplicidad en la opinión impera, y con ella el ardor: solemos aferrarnos a las verdades consabidas y así anclarnos de alguna forma ante la tempestad, como gatos panza arriba. ¡Putin, Lucifer! Sin duda ese tipo es un cabrón. ¿Pero no es estúpido tal personalismo? Del otro lado, quienes conociendo la historia se arriesgan a recordar que todo tiene un porqué, y que éste no es sencillo, pueden ser insultados por alumbrar elementos de juicio. Por recordarnos de qué causas mama esta guerra. Conviene no descartar que para cualquier acuerdo hay que reconocer los intereses de los demás, sin demonizarlos. Navegando entre los largos y efímeros días de tele y radio y redes sociales que te imponen verdades, entre los prejuicios: juicios sin suficiente reflexión. La economía va a asfixiar a Rusia; no los cócteles molotov, ni los niños acogidos. Mientras tanto, el porvenir se nos deteriora a todos. Más a quienes escuchan las explosiones, pero también a quienes jugamos a actores lejanos de la guerra y la muerte, ignorantes de por qué, en el fondo, hay columnas de acorazados que arrasan a sus semejantes.

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