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Fernando Faces
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Tras la muerte del Santo Padre, a la espera de que el Colegio de Cardenales elija al nuevo sucesor de Pedro, la significación del pontificado de Francisco deja el camino bien trazado para la Iglesia del nuevo milenio. Una Iglesia que debe estar preocupada principalmente de los pobres y los frágiles, una Iglesia -como gustaba decir al Papa- convertida en Hospital de Campaña que debe atender a los que transitan por las periferias, la que se ocupa de los sufridores de la lógica del descarte. Una Iglesia que busca la manera anunciar a los no creyentes la verdad de la Fe y que no rechaza a los que viven una “situación irregular” sino que los acoge para ponerlos en el camino, para acompañarlos en su proceso.
La Iglesia donde caben todos, una Iglesia que no es Aduana, que primero acoge y después acompaña, venga de donde vengas. Nada de esto es fácil por nuestra propia condición humana. Una Iglesia que debe ser inflexible con el drama de los abusos apartando del rebaño a los lobos que la acechan y que debe obligarse a la reparación de lo ya casi siempre irreparable. Cuantas veces pidió Francisco perdón por esta terrible lacra.
A veces los propios cristianos nos ocupamos demasiado de lo accidental y lo superfluo, de las formas y no el fondo, de los ritualismos y las tradiciones que son importantes y necesarias pero no puede sustituir lo esencial. Nos gustamos de polémicas absurdas, debates estériles y actitudes poco ejemplares en las que lo pequeño eclipsa la grandeza de esta Verdad.
Francisco ha sido novedad, esperanza de que es posible una Iglesia mejor, más parecida al Cristo Resucitado que celebramos los cristianos estos días. A nadie le puede extrañar el resultado de este pontificado, de sus gestos y disrupciones; al fin y a la postre no cabía esperar otra cosa de un Papa que eligió el nombre de Francisco.
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