Estuve el otro día en casa de unos amigos a quienes hacía tiempo que no veía. Ellos son grandes lectores, personas cultas, amantes del arte y se están haciendo con una cuidada incipiente colección de buena plástica contemporánea. Tienen tres hijos, dos en los primeros cursos de Universidad y la pequeña en el último de la ESO. Faltaban tres días para que el mes de octubre diera paso a la mágica y literaria noche de Todos los Santos. Los jóvenes, sobre todo ella, preparaban los disfraces para la fiesta. A propósito, derivé la conversación hacia el tema del Tenorio. Salió a relucir su casi nula presencia por culpa de la todopoderosa relevancia de Halloween y sus dominadoras circunstancias para una sociedad mediatizada por las costumbres foráneas potenciadas, cada vez más, desde la propia escuela. Mis amigos y yo coincidimos en la definitiva muerte - nunca mejor dicho - del Tenorio o, cuando menos, su desgraciada reclusión en un desesperante olvido. Sois unos nostálgicos - nos espetaron los chavales mayores -. ¿Qué es el Tenorio? - preguntó la muchacha estudiante en un instituto. Los padres de la joven cambiaron el rictus y no salían de su asombro. Les consolé como pude, sin mucha convicción por mi parte, alegando la aplastante realidad de los planes de estudios; mientras, intentaba explicar a la joven lo que, sin duda, no había oído en sus años de escolarización obligatoria. Le hablé de Zorrilla, de Don Juan y de la costumbre de representar El Tenorio la noche del primero de noviembre. La muchacha, al final, exclamó, con rotundidad: ¡Ah, es un libro! Me acordé de la señora Celaa, de su Ley de Educación, del lumbreras que la puso como Ministra y de los ilustres ágrafos que la apoyaron dando su aprobación a tan soberano disparate. Me entraron escalofríos de muerte. Sería por el Día de Todos los Santos.

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