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Las vísperas del carnaval me vuelven a llevar a su símbolo, la máscara. La búsqueda del anonimato, la caracterización y hasta lo ritual se vinculan con un objeto que, sobre todo, en nuestro Barroco pasa a formar parte del repertorio ornamental de la arquitectura. De máscara a mascarón, adquiere un aspecto deforme, monstruoso en sus fisonomías exageradas. Unos rasgos que suelen adoptar un carácter híbrido, de amalgama de formas humanas y vegetales que les llevan, con frecuencia, a disolverse en una decoración abigarrada. En este contexto, a veces localizarlas supone un verdadero ejercicio de agudeza visual. Así ocurre en la fachada de la iglesia de la Cartuja o en la portada principal del palacio Bertemati. En esta última ocupa el centro del dintel de entrada un sintetizado rostro barbado, comprimido entre volutas y con ojos y orejas también avolutados. Al exterior, como aquí, lo decorativo puede transformarse en mágico, una suerte de amuleto protector que aleja del mal a los que habitan adentro. Lo vemos asimismo en una de las portadas del palacio de Villavicencio que dan al Patio de Armas del Alcázar, de nuevo en el dintel pero ahora en vistosa composición de rizadas hojas de acanto.

Pasamos de la piedra al yeso y de la fachada doméstica al interior sacro. De la piel dieciochesca de las naves de la iglesia de San Dionisio sólo se salvó la cabecera de la Epístola, junto al altar del Mayor Dolor. La talla, debida con bastante probabilidad a Agustín de Medina y Flores, atrae la atención en su rica bóveda policromada pero el muro lateral no carece de interés. En el friso se combinan guirnaldas y máscaras. Una sonríe de manera pícara. Otra, de boca destartalada, nos observa con sus grotescos anteojos. Detalles en los que el artista se desenvuelve con cierta libertad e ingenio, practicando una caricatura velada, aunque desinhibida.

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