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Análisis

Mauricio Gil Cano

Escritor

La muerte es plenitud

Profundo, estremecedor, apocalíptico es el último poemario publicado por Antonio Enrique, Los cementerios flotantes (Barcelona, Carena, 2022). Mirar por la noche al firmamento sigue deparando inquietantes preguntas ante el abismo de la existencia. El todo y la nada, el orden y el caos, la luz y la oscuridad, la soledad y el amor, lo mismo y lo contrario se manifiestan en esa desmesura que es un cielo estrellado, como en el universo íntimo de quien lo observa. Y un cielo contemplado desde Guadix, donde reside el poeta, sin la contaminación lumínica de las grandes ciudades, necesariamente tiene que ser aún más conmovedor, hasta el punto de estimular los colosales arrebatos de la que constituye, en palabras del prologuista y editor José Membrive, "una obra visionaria, profética, de expresión última del universo".

El volumen consta de un 'Atrio' a modo de preámbulo, al que siguen otros treinta y tres poemas donde el autor desarrolla su particular cosmovisión y una estremecedora indagación existencial. Para el poeta las estrellas son "los fuegos fatuos del páramo de los mares estelares", asume -como en otras obras suyas, pero en esta la supera- la doctrina de la reencarnación y considera que "los vivos y los difuntos vamos juntos". A partir de ahí se despliegan páginas donde la muerte es tema principal, y con ella Dios, el tiempo, la eternidad, el universo, el amor, lo sagrado, la soledad…

Imágenes poderosas se suceden en el ritmo libremente orquestado de los versos para constituir una sinfonía total: "ríos de luz vertiéndose/ en los huecos siderales de la nada". Como arriba es abajo. Este gran principio universal impregna la obra y se refleja explícitamente en composiciones como 'Lo poco es grande', 'Altar del cosmos': "por la sangre/ transitan todas las estrellas"; o 'La peste pasó por aquí': "Como la humanidad va muriendo,/ así el cuerpo de cada hombre/ muere por partes".

Se trata de poemas que anuncian el final sin renunciar a la esperanza: 'La muerte no tiene la última palabra'. Versos que encierran la sabiduría astrológica, esotérica y vital de Antonio Enrique confluyen conformando un conjunto revelador. Pero también cada pieza es enorme por sí misma, luminosa y enigmática al mismo tiempo. En particular, el número XVI, 'La viña prodigiosa', es un poema sobre Dios que va más allá de lo teológico, al referirse a "sus mismos hígados" y preguntarse, cuando oye "el latido de la luz", con una angustia demoledora: "¿Dónde estás, Dios, que no te duele/ mi alma ni la de nadie? ¿Es que necesitas/ el sufrimiento para que tu sangre/ siga fluyendo por toda la eternidad?". Y sin embargo se siente: "Pero hay algo en ti que me enamora".

Con toda su heterodoxia, creo que una honda raíz cristiana nutre la concepción sagrada de Antonio Enrique y brota en expresiones sentenciosas: "Todo lo que no sea amar es un error", "véngate con el amor, vence con el perdón", etc. Por supuesto, se alimenta de otras ancestrales tradiciones, pero al referirse a 'La especie humana' remite a la cruz, aunque su interpretación de las últimas palabras de Cristo incide en "la soledad cósmica de que estamos hechos".

Antonio Enrique ha escrito un libro prodigioso, inusual, que abarca la desazón del hombre ante la inmensidad del universo y contempla el mar de las estrellas como un cementerio inmenso donde la muerte es plenitud: "Qué alivio morir y no despertar/ in hac lacrimarum valle".

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