Felipe Ortuno M.

No pinto nada

Desde la espadaña

19 de febrero 2025 - 03:05

La vida, quieras o no, te somete. Lo mismo da que sea por el vicio que por cualquier otra fuerza inusitada, te vence. Te deja echo unos zorros, una piltrafa, un pellejo. Por hache o por be el camino recorrido tiene malasombra con los que llegan a su fin, mata, de forma figurada unas veces, literal, las más de ellas: te echa a un lado y te ignora. Pasas de llamarte Don, a ser un fulano sin nombre, hijo de mengano, vecino de cualquier lugar que a nadie importa. De la noche a la mañana te jubilan, y aquel, a quien todos consideraban experto con mando en plaza, deja de ser y existir. Quien ostentaba un puesto de importancia pasa a ser nadie, nada y estorbo: no eres necesario, así que lárgate. No pintas nada aquí. O te lo dicen así, o llaman a un amigo para que te lo formule más suave y en circunloquios: no es una cuestión personal, es que han cambiado las circunstancias; mientras, la voz interior te dice: que te largues y no vuelvas.

Hay instituciones más educadas que nombran eméritos y mantienen a los susodichos en honores con cierto disimulo. Se les dice eméritos y parece que mantienen la categoría, con tal que no se inmiscuyan ni pretendan nada ¡muy considerado!

Conozco, en este sentido, gente de mucho predicamento que no pintan nada; en lugar de echarles a la basura, se les concede el título de supernumerario emérito. El latín, que lo explica casi todo, dice del emérito que - ‘ex’ (por) y ‘meritus’(mérito)- es aquella persona que, después de haberse retirado del cargo que ocupaba, disfruta de beneficios derivados de su profesión. Aquí entran hasta el papa, y los obispos cuando dejan de conducir una diócesis. Se les echa con disimulo y, a lo sumo, se les deja presidir con ropajes honoríficos donde ni pinchan ni cortan.

Salvo los meapilas, que parecen perpetuarse en todo, lo mismo en lo profano que en lo sagrado, que se dan tanto en los chupatintas del siglo como del monacato. Generalmente donnadies que lo enrevesan todo y se mantienen en la querencia como los toros en la barrera. No importa, porque no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista.

A lo dicho, la vida no perdona, da el escobazo y te trata como un carcamal inútil y pasado de moda. Después de haberte especializado en mil cosas y habilitado el currículo en tanto como exigiera el jefe, llega el dictamen del reloj para decirte que de hoy a mañana no sirves para nada ni se te tiene en cuenta. Se acabó. Aparta. Deja paso. No valen razones, ni caben sentimientos. Ni la Biblia en verso te salva de semejante tropelía: No pintas nada. En todo caso tendrás menos retenciones, medicina asequible, autobús barato para que te subas al Circular y entretengas la mañana de la inanición.

Has triunfado después de haberte quemado en la industria de tus amores, sin haber podido disfrutar de la media hora menos de trabajo que negocian los sindicatos para la felicidad de los ciudadanos ¡y te lo has perdido! Pasas a ser un mierdecilla sin importancia social o económica alguna; sujeto despreciable, inofensivo e inocuo, perdido en la insignificancia de la mayoría, envuelto en la miseria de los demás.

Ese soy yo, que ando errabundo por los roles de los demás, que camina perdido por las razones que ya no tengo y me consuelo con la solidaridad de los que transitan la cuneta de la insignificancia. Yo, que fui ¿dónde me hallo? Yo, que era ¿qué soy? Me levanto por la mañana con el propósito incierto de que alguien me llame, con la esperanza rota de que algún desarrapado me necesite, tanto como yo a él.

Quizá tenga la suerte de encontrarme a otro olvidado de la sociedad que, como yo, lo fue todo en lo que hizo, lo supo hacer bien, y está arrumbado, como yo, en la trastienda del pasado, como yo, como tú, como tantos, que ya no saben qué es el ChatGPT, ni preguntar a las asistentes Siri y Alexa la solución que jamás hubiera imaginado. A no ser que todo esto sea una trampa de mi soberbia y considere que yo soy lo que los demás quisieron en lo que hice y no lo que realmente soy ahora ¿Por qué he de considerarme en lo que produje? Pasó y pasó. Punto. ¿Acaso soy menos ahora que no dependo de la consideración de nadie? ¿No será este nadie de ahora más verdadero que lo que fui antes?

El miedo a desaparecer del mapa social consiguió esclavizarme toda la vida, hizo de mi un ser útil, casi imprescindible; y ahora que no pinto nada ¿será el momento de considerar al verdadero ser de mi existencia? No pinto nada, y ahora me siento yo: un donnadie que ejerce de donnadie y sabe que no es nadie ¡albricias! Soy éste, que toma café por las mañanas con el primero que se encuentra, que dejó la corbata del compromiso y la etiqueta, que sale al encuentro del sol y acaricia al chucho del vecino como si fuera el jefe de su corazón.

No soy nadie, no pinto nada y sólo me ocupo de comprar lechuga, tomate y cebolla, las cosas de la casa, las cosas de la vida que no aparecen en los periódicos. Puedo sonreírle al pescadero, perder el móvil y no importarme nada. Voy por la calle como un donnadie que un día se creyó lo que estaba haciendo y perdió los años más hermosos pensando que era alguien. La vida me ha despojado de las cazcarrias y, sin yo saberlo, me ha regalado lo más hermoso que tenía perdido: mi yo, mi nada, mi vacío, que me produce tanto contento. Ahora voy tan gallardo, tan rebosante de nadería que me siento por fin señor de algo propio.

No pinto nada, y lo sé. Pero he descubierto la importancia de quién soy. Si alguien me pregunta le diré que no sé nada. Ni me importa. Total, no pinto nada.

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