El parqué
Escasas variaciones
Hay veces que conviene colarse en el interior de uno mismo. Interiorizarse. Concertar una cita privada. Descubrir a ese interlocutor que llevamos dentro, tan íntimo, y permite conversar con él sin engaño posible. Ese pensamiento profundo que interpela al inconsciente y te vuelve macerado y pulido, refinado y austero. Resulta empático por su hospitalidad, porque te acoge como si fuera parte de ti, como si ya te conociera desde el zaguán del ensimismamiento. Te hace consciente del alter ego, tanto como si fuera tu otro yo perdido, como si te reencontraras con el amigo perdido y hallado en el templo. Conversar con él es una experiencia única, con ese uno que va en ti albergado y navega contigo y pertenece a ti tanto como tú a él.
Hay fuerzas de las que no somos conscientes, y sin embargo nos acompañan. Potencias internas, que van en el yo, y son un tú. Energías desconocidas, que se abren, como la primavera, cuando les prestas atención y las miras. En mi vida he mirado mucho a lo alto; hasta que descubres que lo alto va contigo. Arriba está abajo, y la fuerza va ensamblada en los músculos de tu incapacidad. Llevamos una capilla interna en la que podemos caer de rodillas, una porciúncula, que no está hecha de piedras, sino de lo que tú llevas, debilidad y carne, argamasa del yo y el tú fundidos. ¡Cuántas veces hemos olvidado esta realidad!
Nos convertimos en estériles por no haber puesto adecuadamente la raíz. Pero, ahora, ya sé que tú eres la tierra. Da igual el sitio, con tal que entres en mi corazón y deje de ser estéril por no haberte encontrado todavía. Es una obsesión de la miseria que va conmigo, no verte, estando como estás en mi latido. Llevo pensamientos, sí, pero no son míos; los porto como una carga, queriendo creer que eres tú quien lleva el equipaje; araño el cielo con las uñas, queriendo saber si eres tú quien vuela junto a mi libidinoso cuerpo; y yo, sin enterarme de que, a cada paso, -según me cuentan- vas encarnado a mí, poniéndole alas a esta pesantez a la que estoy uncida, incapaz de ver el cielo, de tanto ladear la cabeza.
Albergo la esperanza de que alguien, algún día, visitará mi morada, algún amigo del alma que, con profunda amistad, tome la mano y me sosiegue, me tome de la mano simplemente. Y, entonces, subir allá donde la imaginación lleva, a la trascendencia del Tú, al diálogo abierto que responda a los interrogantes que horadan el corazón. Llegará un día que me colmarás de gozo y llegue a ser, a la sazón, un yo absoluto.
Mientras tanto, estaré atento, pendiente de los pájaros que se posan en las ramas. Escucharé sus trinos e intentaré descubrir en su música una palabra, una canción que responda a este silencio mío que se quiere hacer diálogo para decir, para hablar, que te quiere encontrar, sobre todo. Pondré el oído en cuanto me rodea, miraré por los espacios vacíos que soporto. Escudriñaré los caminos de los sentidos hasta dar contigo. Buscaré hasta atragantarme de preguntas, hasta vomitar la bilis que me aflige, hasta soñar, como lo hacen los niños, luchando contra el aire de su imaginación calenturienta.
Quisiera creer para rezar, hablar contigo y Tú me respondieras, y dejar de escucharme yo, como un eco que resuena y se pierde en la montaña; creer para oír tu voz, como sea, en la llanura o la quebrada; verte en el sol o la tormenta, en el rayo o en las apacibles aguas, da lo mismo, con tal de verte, oírte, sentir que el Dios que busco se revela todavía. Contemplaría así la vida entera, con atención a todo, a cada paso, con vigilancia militar, no vaya a ser que pasaras en ese instante tonto y no te viera. Y, cuando me ciegue el entendimiento y el sonido me aturda de tanto ruido, pensaré que ya no estás, que te has ido; pero que has estado por aquí y no te he visto.
Al menos quedaría con la razonable duda, con la sospecha abierta de tu paso. Cuando te niegue te estaré afirmando; tanto como te niego cuando te afirmo sin sentido. Reclamaré hasta que me des espacio, y arañaré los cielos hasta excavarte, desgarraré las sinrazones, y me llenaré de razones para negarte. Lloraré, entonces, pensando que no existes, que me dejaste solo en el sendero; clamaré a los cielos, locamente, por no haberme nunca respondido.
Y rogaré, como Unamuno hizo, al Dios que no existe, para que recoja la queja que hago y calme la sed del Dios que busco y en quien no creo ¿No es esta paradoja orar? estar abierto a ti de par en par y no hallar consuelo, y no sentir la luz en medio de la noche, y querer encontrarte a tientas y a escondidas ¡Qué grande eres, si con esta provocación ni siquiera respondes! No doy contigo, quizás porque yo no sea digno de Tí. Si Tú existieses ¡qué feliz sería, si, en medio de esta angostura, se expandiera el río en un maravilloso delta, y viera tu luz diáfana y clara, y se hiciera la noche, día; y fueras Tú así, y no yo, que ando atrapado en preguntas irritantes.
Quiero seguir mirando al cielo para redimir esta inmanencia de carne aburrida, este estar aquí en un voraz tic-tac de tiempo que se acaba, amontonado en una pila de leña que está llamada a arder y consumirse, a ser ceniza y poco más que estiércol. No puede ser que todo quede ahí, que yo muera de hambre de Dios y Tú no hagas nada para remediarlo. Me conformaré, pues, con seguir contemplando el paisaje: mirando las estrellas, escuchando el silencio de la noche.
Quizá para concluir que no puedo entenderlo; pero que, posiblemente, lo inefable me haya guiñado un ojo poniendo en entredicho las argucias de mi razón. Pediré para que me des; buscaré hasta hallarte, llamaré incansablemente hasta que sacies esta sed que tengo de Tí.
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