Visto y Oído
John Amos
Aparte de los grandes iconos musicales o deportivos, quizá sean los políticos los personajes públicos más aclamados por las multitudes, especialmente en campañas electorales, y sobre todo en la noche en que celebran su victoria. También es verdad que la gloria de los políticos es efímera, ya que el ejercicio del poder constituye un inexorable camino de desgaste, dadas las inevitables dificultades de sacar adelante los proyectos con los que con tanta ilusión se presentan.
Pero, aun estando rodeados de multitudes y de asesores y consejeros, la realidad del gobernante es que está solo cuando tiene que tomar sus decisiones. Y esa soledad conmueve cuando vemos cómo en momentos difíciles (guerras, ataques terroristas, desastres naturales, pandemias, crisis económicas…) los gobernantes tienen que adoptar medidas que saben serán duras para el conjunto de sus conciudadanos sin conocer con certeza los efectos que tendrán.
Ya decía el sociólogo Max Weber que el político, aun teniendo su propia ideología y siempre ambicionar la permanencia en el poder, no se guía por la ética de los valores cuando gobierna y debe tomar importantes decisiones, sino por una racionalidad basada en las consecuencias. Y es ahí precisamente donde radica la soledad del gobernante.
Si se guiara exclusivamente por lo que le piden sus valores y fuera fiel a ellos sin tener que medir las consecuencias, como sucede con el sacerdote o el filósofo moral, estaría solo en sus decisiones, ya que siempre se sentiría acompañado por la tranquilidad de conciencia que le da saber que ha hecho lo que debía hacer. Pero al tener que guiarse por las consecuencias futuras de sus actos, y desconocer cuáles serán los resultados de sus decisiones, el gobernante está dramáticamente solo a la hora de adoptarlas.
En situaciones complicadas y cargadas de incertidumbre, en las que no se controlan todas las variables a la hora de tomar decisiones, el riesgo de equivocarse es muy elevado. Pero, aun así, el gobernante no puede retrasar sus decisiones, sino que tiene que tomarlas sin tener todas las certezas en su mano, a veces incluso sin ninguna certidumbre. Y las toma él solo por muchos asesores que tenga a su alrededor, sabiendo además que es a él a quien se juzgará por las consecuencias de lo que haya decidido.
En esos momentos de tanta dificultad, en los que no cabe cálculo electoralista posible ni tampoco consideraciones partidistas, la dramática soledad del gobernante sólo puede mitigarse, que no eliminarse, si es capaz de lograr el máximo consenso social y político sobre sus decisiones. Y eso sólo puede hacerlo mediante amplios pactos de estado con otras fuerzas políticas, ya sea concretadas en gobiernos de concentración o en grandes acuerdos transversales con los partidos de la oposición y con los agentes económicos y sociales. Es, además, la única forma de evitar que el propio gobernante salga debilitado de ese periodo de crisis, y de lograr que la sociedad pueda afrontar la recuperación sin excesivas divisiones políticas ni fracturas sociales irreversibles.
La historia nos da muchos ejemplos de ello (Churchill, De Gaulle, De Gaspieri…), si bien la de nuestro país no tantos, y así nos ha ido. Pero alguno especialmente significativo como el de los Pactos de La Moncloa propiciados por el presidente Adolfo Suárez para afianzar el frágil proceso de transición democrática y firmados el 25 de octubre de 1977 por los principales partidos del arco parlamentario y las grandes centrales sindicales.
En estos días de emergencia sanitaria por la pandemia del coronavirus, cuando el gobierno ha tenido que decretar el estado de alarma y adoptar medidas excepcionales de extremada dureza, es un buen momento para reflexionar sobre la soledad del gobernante y sobre el único modo que tiene de mitigar sus efectos y asumir un liderazgo cooperativo. Más también para reflexionar sobre el sentido de Estado que debiera impregnar la vida política en situaciones tan difíciles como la de ahora, algo a lo que, por desgracia, estamos poco acostumbrados en España.
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