el poliedro
Tacho Rufino
Universidad dual
En un aparte, casi a pie de playa, Mateo, el portero de la casa de veraneo de los abuelos en Cádiz, me ofreció una entrada de reventa para las semifinales del Trofeo Carranza. No todo está tan jodido. Me dijo "aún tienes una oportunidad, chaval".
Aún la entrada bailaba.
Corría agosto del ochenta y tantos. Para mí, juraría que aquella noche jugaron aquella semifinal del Carranza el Colo-Colo chileno contra el Cádiz Club de Fútbol de Mágico González una y otra vez hasta el fin de los tiempos. Y que ese partido duró siglos. Para mí, insisto, que aquella fue la semifinal eterna del Carranza a ojos de un niño ochentero. Chavea, te dejo la entrada por dos mil pelas. Será cabrón. La compré.
Pero la memoria es engañosa y un poco puñetera y quién sabe nada. Por entonces en las elásticas de los centrocampistas -si es que los hubo- del Cádiz CF no ponía el nombre del jugador y todo era más divertido. Porque por entonces todos usábamos cangrejeras en la playa de La Victoria de Cádiz y había avionetas que sobrevolaban la orilla lanzando muñecos paracaidistas de plástico sobre nuestras cabezas enanas. Todo era tan fascinante.
Mirando las fotos de por entonces, de aquellos veraneos, todos los chavales teníamos en los ojos ese cierto brillo inquietante de quinquis, las rodillas desolladas, los bañadores turbo y jugábamos al fútbol descalzos en la playa emulando las entradas viriles y sin duda a destiempo del zaguero Juan José, nuestro ídolo implacable. El botiquín de la Cruz Roja junto a las casetas del fondo de la playa siempre estuvo petado de esguinces cadistas. Jugábamos guarro. Éramos de provincias.
Si alguna vez estuvo cerca el sueño de una sociedad justa -de José Antonio o de Trotski- eso estuvo en aquel pedazo de arena de la playa de La Victoria de mediados de los años 80.
Los Seat de clase media bajaban desde Jerez y cruzaban el Puente Carranza que llevaba casi al paraíso y casi a destiempo, apurando el levadizo antes de que el último mercante de bandera panameña surcara por debajo de los dos brazos del puente elevándose camino de Astilleros o del Arsenal de La Carraca. Mientras, en la espera, nuestras madres nos entretenían con un filete empanado de fiambrera aún no convenientemente desestructurado. Eran otros tiempos, claro.
Por entonces yo suspendía en algún colegio caro, besaba a colegialas con los ojos cerrados y me moría por un cromo de mi defensa favorito de todos los tiempos del Cádiz CF -¿habrá cosa más hermosa?- de melena confusa y enmarañada llamado Juan José. Todos andábamos enamorados de la cantante Lucía en la portada de una de aquellas cassettes, justo antes de representar a España en el Eurovisión de 1982.
Estructuralmente hablando -sea lo que signifique eso- yo escuchaba por entonces cintas piratas de mercadillo de Los Ronaldos y juraría que mi primer recuerdo en una sala de cine fue viendo Jasón y los Argonautas en el Cine Gaditano. Atardecía en Cádiz cuando Jerez estaba llegando -porque nunca se fue- e íbamos a buscar cartuchos de camarones a la Plaza de San Antonio.
Por entonces ni de lejos concebíamos qué era eso de ser guay.
Si peco de nostalgia nada más lejos de la realidad. Me explico. Hace tiempo ya, una vez, un viejo profesor de Trabajos Manuales de los Marianistas me dijo que solo somos memoria. Que ella es nuestra única fuerza. Nada que reprocharle aunque -¿ quién diablos suspende Trabajos Manuales?- también me suspendiera. Tal vez nos hayan vendido una supuesta modernidad que no es tal, vendible y digerible. Y, claro, consumible.
Había dos carreteras por entonces para llegar a Cádiz desde Jerez. La Nacional IV y la autopista de peaje. De niño surqué ambas multitud de veces. La Nacional era una aventura de baches metafísicos a la altura de Utrera y pinos primigenios, y en la de peaje cada control era otra aventura de monedero de calderilla de pesetas soñadoras pre-Ibex 35. Papá pagaba, cuando tocaba, enfurruñado.
Después vino lo que vino. El préstamo bancario para el máster dilapidado en guateques privados en chalés de la playa de Los Alemanes, en camisas hawaianas hechas a medida de dudoso gusto, en aquel Citroën Mehari descapotable de segunda mano empotrado en un cuartelillo de la Guardia Civil, las novias extranjeras, la vespa trucada del 83, la aspiración y la inquina por no ser ese tipo que nunca llegué a ser. Llegué, eso sí, con el tiempo, a ser un historiador infeliz de medio pelo. Lo llevé bien, mejor de lo esperado, la verdad.
Pero lo definitivo es que el viejo campo de fútbol Mirandilla era de tierra y allí jugaron despiadados y broncos partidos de balompié el Cadiz CF y el Jerez CD. Y que eso nunca lo vi. Pero sí sé que una vez vi jugar a Mágico González en un estadio que siempre se llamará Carranza.
Pasa el tiempo. Claro que pasa. Cádiz no. Ni el olor a tripas de acedía en la plaza de abastos de Cádiz cuando fui con Laura ni las librerías de viejo de los alrededores donde mi padre me llevó y educó sin ni siquiera darse cuenta, por mucho que El Manteca fuera su colega. Pero quién no lo fue. De mi padre, digo.
Cuentan los antiguos aquellos viajes a la playa en los viejos tranvías que iban desde el Paseo Carranza hasta la plaza del Hotel Playa. Y de los trolebuses de dos pisos, auténticos adelantados del transporte público en España. También merece un recuerdo el viejo vapor Adriano que hacía el trayecto entre Cádiz y El Puerto. Se hundió. Aquella vieja plaza de toros demolida tal vez por la codicia.
Y cuenta la leyenda que hubo un pretendiente que fue en vespa todas las tardes -ni una se saltó- de un largo verano al salir de currar de Bodegas Bobadilla desde Jerez de la Frontera a Cádiz a ver a su novia a la calle Cánovas del Castillo de Cádiz. Eso ocurrió antes de que yo naciera. Y eso es algo que envidio porque yo jamás lo tuve. Ni lo tendré. Por mucho que insista.
El Colo-Colo chileno y el Cádiz CF de Mágico González y Juan José empataron edición tras edición del Trofeo Carranza durante años. Décadas tal vez. Hay quien dice que durante siglos.
Y eso yo lo vi. Y otros antes lo vieron. Y vosotros no.
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