Con la bailaora y maestra de baile Angelita Gómez pudiera suceder que nos pasase casi desapercibida. No sean mal pensados. No me refiero a su estatura. ¡Qué va! Ella sabe muy bien cómo hacerse presente por encima de ese datillo (además, históricamente, las grandes bailaoras han tendido a ser cortitas). Me remito más bien al hecho de que, dado que ella es generosa en las comparecencias, estamos acostumbrados a tenerla fácilmente, muy a mano casi siempre, y podemos correr el riesgo de pasar por alto la grandeza de su persona y de su arte. Y no. Creo que eso es algo que hay que tener muy presente, porque Angelita ha entregado casi toda la vida a un arte y a una tierra. Al baile flamenco y, más concretamente, al de Jerez, que tiene unas señas de identidad propias, recibidas desde que era bien pequeña, y que como maestra no ha parado de transmitir a unas cuantas generaciones de jerezanos. Más allá de artistas que han hecho carrera, discípulos conocidos como María del Mar Moreno, Antonio El Pipa o Andrés Peña, por su estudio han pasado cientos, quizás miles de chicos y chicas anónimas que no viven del arte, pero que se han llevado para siempre la esencia que ella transmite. En estos días en los que arranca el Festival de Jerez, el Centro Andaluz de Arte Flamenco inaugura la exposición Arte y Magisterio, dedicada a la vida y carrera de Angelita. Me consta que la muestra ha sido preparada con detalle y cariño, el que ella merece, y pienso que, además de ser una adecuada forma de homenaje, supone algo más. En algún momento he escrito que, cuando a un artista se le reconoce su valor como representante de una idiosincrasia, de un arte que se hace universal en tanto cualquiera se puede sentir reconocido en él, todos nos estamos haciendo un favor. Porque la sociedad que es capaz de honrar a los maestros que han sabido personificar los valores que la identifican, con el solo hecho de hacerlo, se está honrando a sí misma.

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