Jorge Duarte

Apacible almuerzo en el chiringuito (IV)

Relatos de verano

01 de agosto 2012 - 07:25

Me coloqué detrás del maître, pegado a su espalda, y empezamos a caminar, dirección a los aseos, perfectamente sincronizados. Éste se comportaba como si no advirtiera mi presencia; supuse que era la mejor forma, por su naturalidad, de ejecutar el plan. Cuando hubimos recorrido aproximadamente la mitad del trayecto, justo en el centro del salón, oímos una voz femenina que llamaba al maître. Se trataba de una señora muy elegante, de unos sesenta y tantos años de edad, que almorzaba en compañía de otra mujer. Ambas eran del mismo jaez: tenían un porte distinguido, maquilladas en exceso y cubrían sus cabezas con pamelas; una de ellas fumaba un cigarrillo muy fino, extralargo y de color marrón oscuro.

El maître, quiero suponer que de forma inconsciente, se volvió bruscamente y se dirigió, presto, a la mesa donde se sentaban las elegantes señoras, modificando radicalmente la dirección que llevábamos y olvidándose, al menos fugazmente, del plan. Mis buenos reflejos consiguieron que aquel imperdonable descuido no ocasionara la tan temida catástrofe, pues fui capaz de seguirlo agazapado y sin separarme en ningún instante un solo centímetro de su trasero.

-Dígame, doña Clotilde -dijo el maître, solícito-, ¿en qué puedo servirle?

-¿Puede traer la carta, Benavides? -respondió ésta, algo airada-. Llevamos un buen rato esperando y nadie nos atiende. Quizá debiera usted estar más encima del personal.

-Le ruego que me disculpe, pero hoy estamos sorprendentemente desbordados. Ahora mismo le traigo la carta.

-Benavides -dijo ésta casi en susurros-, ¿se ha fijado que hay un señor detrás de usted? Yo diría que se esconde de algo.

-¿Cómo dice? -preguntó, simulando sorpresa.

-Oiga, ¿quiere usted algo? -intervino la amiga, dirigiéndose a mí.

-No, señora. ¿Por qué lo dice? -respondí, sin salir a la vista.

El maître se dio la vuelta y, mientras me guiñaba un ojo, preguntó con prosopopeya:

-¿Me puede decir qué hace usted ahí?

-Necesito su ayuda -contesté con la voz bien levantada, para que me oyeran las señoras, y emulando con un punto de exageración su guiño de complicidad-. ¿Me indica dónde están los servicios? Por más que los he buscado no los encuentro.

-Pues verá usted: los tiene ahí mismo -señaló hacia donde estaban.

-Gracias -respondí.

Pero no me despegué del maître. Supuse que todo valía menos enseñar mi entrepierna públicamente. Esperaba a que Benavides me indicara por gestos u otra forma disimulada cómo debía proceder ante tal contingencia.

-¿Desean tomar un aperitivo las señoras? -dijo éste, mientras sacaba de su bolsillo una libreta y un bolígrafo.

-Traiga dos vinos de manzanilla -repuso la tal doña Clotilde.

-No es por meterme donde no me llaman, Benavides -dijo la amiga en voz baja, aunque la oía perfectamente-, pero… ¿no le parece extraño que el señor de su espalda siga detrás de usted?

-¿Eh…? -exclamó el maître, aparentando sobresalto-. ¡¿Y ahora qué es lo que quiere, oiga?! -me preguntó, exasperado, volviéndose hacia mí, mientras hacía muecas variopintas de connivencia a espaldas de las "cacatúas".

-¿Le importaría guiarme hasta los aseos? -dije, con voz de pena-. Soy discapacitado psíquico y…, bueno, a veces me desoriento un poco…

-Pero… ¡si los tiene ahí mismo! No tiene más que ir en línea recta, oiga. Es imposible que se pierda usted.

-Pregúntele qué tipo de discapacidad tiene -propuso la amiga-. Quizá eso nos ayude a entenderlo.

-¿Qué tipo de discapacidad tiene usted? -me preguntó Benavides, abriendo los ojos como platos y contrayendo la cara, como aconsejándome por telepatía que les siguiera el juego.

-Sufrí un lamentable accidente de niño. Prefiero no entrar en los detalles… Fue tan horrible… -. No tenía idea de cómo salir del atolladero. Necesitaba idear un accidente escabroso urgentemente.

-Vamos, hombre de Dios, ahora no nos deje sobre ascuas. Díganos qué le ocurrió -suplicó doña Clotilde.

-Pues verán…ya que insisten… La culpa la tuvo mi hermano el mayor. Era muy aficionado a... las ejecuciones y... torturas. Un día que mis padres nos dejaron solos en casa me animó a que jugáramos...-. Mi mente trabajaba a pleno rendimiento para inventar una historia lo suficientemente pintoresca como para parecer creíble -…a, ¿cómo se llamaba el juego…? Estooo… ah, ya me acuerdo… la "silla eléctrica", no sé cómo he podido olvidarlo.

-¡Dios mío de mi alma! ¡Qué horror! -soltaron las señoras, visiblemente alarmadas.

-Mi "adorable" hermanito -proseguí diciendo, orgulloso de mi agilidad creativa- decidió ese día hacer más verosímil el siniestro juego, es decir, planeó ejecutarme de verdad. Cortó el cable de corriente de una lámpara, lo peló hasta descubrir los dos filamentos de cobre, introdujo uno en mi fosa nasal y otro en mi oído, y me aplicó más de una docena de descargas. Decidió suspender la ejecución, aunque a regañadientes, cuando mi pelo empezó a arder como una antorcha, echaba humo por las orejas y los ojos se hincharon hasta casi estallar fuera de las cuencas. Cuando mis padres volvieron, mi hermano, temeroso de las consecuencias de su trastada, les dijo que me había intentado matar. Incluso les enseñó una nota de suicidio falsificada. Recibí una soberana paliza y me castigaron un mes sin salir de mi habitación. Acabé en un internado muy severo, del que no salí hasta que alcancé la mayoría de edad.

-¡Por los clavos de Cristo! -exclamó doña Clotilde-. ¡Pero qué clase de historia es ésa! ¡Pobrecito! ¿Y qué secuelas le dejaron aquellas horribles descargas?

-Físicas, apenas ninguna. Pero desde entonces soy menos inteligente que una cobaya de laboratorio, científicamente comprobado. Con decirle que en el último test que hice obtuve un coeficiente de veinte, y eso que hice trampas. Los médicos aseguran que tengo el encefalograma casi plano. Por lo visto soy un caso único en el mundo. Mi madre, que está en los cielos, siempre me decía que nunca destacaría en nada. ¿Y sabe qué le digo yo ahora? ¡Ja, ja, más que ja!

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