Jesús Benítez
David Gilmour, alma viva de Pink Floyd
Ha muerto Juan Pedro Simó (para mí, sin acento: el Simo). Durante un montón de años he tenido que corregir necrológicas escritas por otros sobre muertos que al parecer eran celebridades que yo desconocía por completo. Por lo visto, casi todos esos difuntos dejaban en el planeta un legado espiritual similar al de Gandhi o un descubrimiento universal a la altura del de Fleming. Su desaparición, a tenor de lo que leía, condenaba a la humanidad a una orfandad inconsolable. Sólo viéndolo así conseguía explicarme que a los fallecidos se les dedicara tal cantidad de líneas -y a veces hasta de páginas- que, a su lado, el panegírico de Marco Antonio a Julio César apenas merecía el accésit de un concurso radiofónico de chistes. Para no asfixiarme con el sahumerio, me repetía lo leído a Martin Amis en Desde dentro: “De todos los géneros literarios, el panegírico es con diferencia el más insulso”. Y seguía con lo mío, enmendando erratas con un muerto. Un imposible.
Y ahora estoy al otro lado de la mesa. Ahora no puedo corregir nada. Nada de nada. Ahora soy el que pretende escribir sobre algo que no admite corrección. Mi amigo al que ya apenas veía y con el que tenía pensado reencontrarme dentro de poco ha muerto. Ya no habrá reencuentro. Por mucho que me pertreche con una tonelada de rotuladores rojos para intentar dar con un fallo, subrayarlo, redondearlo, y cambiar la información, es imposible. Es inútil. ¿Por qué no es eso que me han contado de Juan Pedro una puta fake, eso de lo que tanto hablan ahora y de las que brota una cada décima de segundo? ¿Acaso no habría sido mil veces mejor esa broma macabra que esta noticia funesta? Nos habríamos ciscado en su autor y nos habríamos llevado un susto, sí, de muerte, pero de esa de la que acabábamos riéndonos. Aquella risa suya tan contagiosa…
No, ahora no puedo corregir nada. Ahora escribo esto, que no sé si es una necrológica.
Es que hay un amontonamiento de recuerdos. Para qué destacar alguno. Son los míos. A los periodistas -sobre todo a los que se nos puede coser el ex delante, no hay problema- nos gusta hacer memoria entre nosotros, sin que falte ninguno. Como soldados en un tugurio con el pase de pernocta, lo que siempre nos puso, nos pone y nos pondrá es evocar batallas -y batallitas- mientras se vacían los vasos. Discutimos el por qué, el cuándo y el dónde de las aventuras, unas veces competimos por el protagonismo y otras diferimos del elenco participante, pero en la remembranza tenemos que estar todos, todos los que forjaron su amistad en una redacción en -sí peluso, otro título de película- los mejores años de nuestra vida. Y puede que en el balance haya más derrotas que victorias y que en nuestro reparto no brillen héroes. ¿Y qué? Es que no hacen falta. No en mi caso. No cuando se ha estado tantos años al lado, lo que se dice al lado, de Juan Pedro, y se lo ha pasado en grande porque, precisamente, él estaba en ese lugar y yo estaba en ese lugar. La garita del Diario de Jerez de aquellos años. ¿Nostalgia? Por supuesto. Voy al diccionario y me valen las dos acepciones. Clavadas. Se dice que se escribe sobre la melancolía para evitarla. No es cierto. Hoy es imposible. Ya siempre será imposible. El Simo ha muerto. Con uno de mis rotuladores rojos querría poner delante un NO muy grande. Y seguir descojonándome con Juan Pedro recordando batallitas. Aquella risa…
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