Ardiente vacío

No hay nada, en los vestigios de Hiroshima, que no remita a un dolor, a una estupefacción incalculables

Hemos sabido ahora que Kenzaburo Oé, el Nobel japonés, había muerto a primeros de marzo, a la edad de 88 años. ¿A qué se debe esta reserva en la comunicación de su muerte? Acaso responda a otras costumbres culturales y una forma distinta de pudor, aquí en desuso. O, más sencillamente, a una petición expresa del autor. El hecho, en todo caso, es irrelevante. Sí reviste una importancia suma la ejecutoria literaria del escritor japonés, cuyo distintivo pudiera ser el del estupor, la melancolía y la amargura.

Si bien no soy un buen lector de Oé, existe un cierto aspecto de su obra que parece de interés perdurable. En sus Cuadernos de Hiroshima, libro de un fuerte componente periodístico (imposible no recordar las Voces de Chernóbil de la también Nobel Svetlana Alexievich), uno se encuentra con una clave de bóveda del mundo contemporáneo. Dicha clave pudiera ser la brutalidad inmisericorde y eficaz con que sabemos destruirnos. En los muchos testimonios que ahí se recogen -por ejemplo de los médicos que se entregaron al melancólico oficio de morir tratando de salvar vidas-, recuerdo ahora uno de sobrecogedora expresividad. Es la de un hombre que se halla en su cuarto de baño, y que de repente se ve inmerso, elevado, transido, por una nada ardiente y voluminosa que dejará su ciudad y su mundo reducido a una sombra maligna, secretamente iridiscente. Esto mismo es lo que cuenta Sebald del bombardeo de Dresde en su Sobre la historia natural de la destrucción. La imposibilidad contemporánea de poetizar las ruinas, puesto que hemos conocido, puesto que hemos fabricado su ardiente y monstruoso vacío.

No hay nada, en los vestigios de Hiroshima, que no remita a un dolor, a una estupefacción incalculables. Y es esta consideración del ayer inmediato el que debiera instruir, severamente, nuestros actos. Los referidos Cuadernos de Hiroshima de Oé son, en tal sentido, un breve vademécum donde se nos advierte sobre la formación de la vida y su inesperada floración, tras un minucioso exterminio. Nadie ignora que parte fundamental de la literatura del XX se amasa con esta aciaga propensión del hombre. ("Ahora sabemos que las civilizaciones mueren", escribe ingenuamente Valéry tras la Gran Guerra). También los sueños adquirirían una cualidad enfermiza y abisal, un carácter clínico, apenas llegado el Novecientos. En Oé, entonces, nos encontramos con una nueva soledad de alcance sobrehumano: es aquella que brota cuando el hombre ha ido más allá de sí mismo, y se descubre reducido a una temblorosa nada.

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