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A mejores edificios, a menor hacinamiento en las urbes, menos ocasión para la voracidad de la tierra

Mientras escribo esto, la cifra de víctimas en el terremoto de Turquía y Siria alcanza los cinco millares. Ya dijimos aquí, hace no mucho, que el terremoto de Lisboa, ocurrido en noviembre de 1755, supuso una conmoción en toda Europa que hoy, después de transcurrido el XX, es difícilmente imaginable. Entonces fueron Voltaire y Rousseau quienes se emplearon en un debate sobre la naturaleza última del seísmo. Voltaire, mediante un poema, que aprovechó para acusar a la divinidad y desprestigiar a Leibniz. Rousseau, en carta dirigida a Voltaire, para recordarle al filósofo que la calidad de los edificios lisboetas no guardaba relación alguna con los dioses. Es esta evidencia roussoniana, en todo caso, la que aun consignamos con facilidad, comparando los seísmos ocurridos en Japón y este que ahora aflige y derruye Oriente próximo.

Es verdad que el terremoto de Lisboa vino precedido, tanto del terremoto de Santiago de Chile, a mitad del XVII (y que Von Kleist convertirá en un relato), como por el reciente hallazgo de las ciudades de Herculano y Pompeya, sepultadas por la erupción del Vesubio, según sabemos por Plinio el Joven y Dion Casio. El descubrimiento de tales ciudades se produjo en 1738 y 1748, respectivamente. A lo cual se añade otro episodio libresco de primeros del XVIII: la traducción por Galland de Las mil y una noches, donde se incluye, en la noche dieciséis, en la Historia de Zobeida, la petrificación de una ciudad por castigo divino. Si recordamos que Dion Casio asegura que la erupción del Vesubio pilló a los pompeyanos en el teatro -si recordamos el episodio bíblico de Sodoma y Gomorra-, ya tenemos ahí el germen conceptual, tanto del poema volteriano como de la célebre novela de Bulwer-Lytton. La razón, en todo caso, siempre estuvo de parte de Rousseau, oscuro príncipe del adanismo. Por mucho que merezcamos el castigo divino, a mejores edificios, a menor hacinamiento en las urbes, menos ocasión para la voracidad de la tierra.

Se ha escrito, por otra parte, que con el terremoto de Lisboa murió el optimismo ilustrado y floreció, tímidamente, el Romanticismo. Pudiera ser. Es probable que tras la Guerra Fría, tras la paz armada en que se fragua la "sociedad opulenta" de Galbraith, hayamos vuelto a descubrir las viejas plagas que azotaron al hombre: la guerra, la enfermedad, la aspereza de la geología y del clima. Es probable, en fin, que hayamos vuelto a comprender, no solo nuestra aflictiva situación, sino el continuado esfuerzo por compensarla en que consiste, radicalmente, ser humano.

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