Marco Antonio Velo
Jerez: la calle Don Juan, Luis Ventoso, Loreto y el gesto de María Luisa
En tránsito
Según parece, Edgar Allan Poe murió a causa del fraude electoral (en Baltimore, no en Melilla: aclarémoslo por si acaso). Y si un día de 1849 apareció delirando delante de una taberna, fue porque ese día se celebraba la elección del sheriff de Baltimore y los rufianes que trabajaban como agentes electorales se lo habían llevado a votar disfrazado por todos los puestos de votación de la ciudad. La fórmula era muy sencilla: los agentes electorales iban recogiendo a todos los vagabundos y pobres diablos que se encontraban por la calle, los emborrachaban, luego los disfrazaban como podían y después se los llevaban a votar a todos los centros de votación. Cuantos más votos fraudulentos, más cobraban los agentes. Eso explica que Poe apareciera tumbado sobre una alcantarilla frente a una taberna que servía de colegio electoral. El pobre Poe gritaba medio inconsciente “¡Reynolds! ¡Reynolds!”. ¿Quién era Reynolds? ¿El candidato al que votó cinco o seis veces seguidas? ¿El bribón que lo había secuestrado? ¿Un desconocido que fue a votar con él? Nadie lo sabe.
La historia de Poe demuestra que la práctica de comprar votos es tan antigua como la democracia, y como es natural, hay que ser muy ingenuo para pensar que esos tejemanejes no se dan entre nosotros. Por supuesto, ahora no nos emborrachan ni nos disfrazan con un bigote chino y una peluca de payaso, pero las técnicas fraudulentas siguen siendo esencialmente las mismas por mucho que se hayan sofisticado. De hecho, la mayoría de propuestas que hemos visto en esta campaña electoral suponían una prodigiosa compra de votos camuflada de virtuosas y admirables coartadas sociales. En muchos casos, esas promesas eran tan vergonzosas y tan ridículas que para creérselas había que estar más borracho y más enajenado que el pobre Edgar Allan Poe en su último día de vida, pero miles de criatura racionales se las han creído a pies juntillas y mañana votarán convencidas de que están ejecutando una decisión fría y racional perfectamente meditada.
Pero en cierta forma es normal que sea así. Votamos con el cerebro reptiliano –esa porción del cerebro que regula las emociones primarias de lo que nos resulta instintivamente agradable o desagradable–, en vez de votar con el neocórtex que ejecuta el pensamiento abstracto. Ni siquiera hace falta que nos emborrachen.
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