Marco Antonio Velo
Jerez: mis conversaciones con Francisco Holgado Ruiz (y III)
Monticello
Justo en el inicio de la Feria me confirma un amigo de Valladolid que ya ha terminado con las cincuenta tabletas de turrón que todos los años adquiere tras el día de Reyes y de las que da cuenta hasta más o menos la entrada de la primavera, así como convirtiendo el largo invierno en una Navidad que no se rinde. El exceso, además de ser una extensión mágica de nuestro cuerpo, lo es también del tiempo y posee, a qué negarlo, una ética y una estética. No hay fiesta frugal ni tampoco, si responde al sentido pleno de la palabra, una que esté sometida a la disciplina implacable de las horas. Me decía el poeta José Daniel Serrallé, en mis iniciáticas escaramuzas de recién llegado al Real de la Feria, que la clave para este fasto primaveral está en saber gozar de la nada. Se trata sujetar el vaso lleno y dejar que, con el calor y el reiterado compás de tres tiempos insistiendo de fondo, llegue el momento en que se rompa la lógica inclemente del espacio y del tiempo en nuestro cerebro, hasta darse cuenta así de lo bien que uno se lo está pasando. Hay fiestas abstractas y heideggerianas, como esta de Sevilla, y otras directas y más figurativas, como aquellas en las que se corren por la mañana los toros que se torean por la tarde. En todo caso, en cualquiera de sus estilos pictóricos, hay una cierta inercia épica cuando de comer y beber se trata. La fiesta es el día del sí y una abdicación para bien de nuestro metabolismo. Cuenta el venerado Ignacio Romero que se entrevistó con Orson Wells durante el almuerzo de una de esas ferias tremendas del norte pero que casi no pudo verle el rostro, pues, a penas se sentaron, éste ya había construido una muralla con los cadáveres de los innumerables de cangrejo de río que había sido capaz de comer en apenas un abrir y cerrar de ojos. El exceso de la fiesta no es contable. Todos recordamos a Paul Newman, desafiando a la naturaleza con la ingesta de cincuenta huevos duros en los estrictos sesenta minutos que tiene una hora. Mas una hora de reloj no es una hora de fiesta y, como nadie huye de la adusta gamba, quién sabe cuál puede ser el calibre del genocidio crustáceo que pueda estar perpetrándose ahora mismo, entre farolillos, por gente de natural sobria. Porque cierto es que hay elegios, tipos que tienen la cualidad de enfiestar el ambiente, con concentración natural para la gran dicha y que poseen, bien mirado, algo de santidad. Los últimos de la fiesta en muchos casos, pero a los que ni el padecimiento del día postrer, puede hacerles dudar de eso de ser primeros en el Reino celestial o de su condición merecida de vecinos predilectos.
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