Entre la melancolía y el renacer
La Fábrica
AUNQUE fábrica nos huela hoy a chimeneas y a humo, en su origen latino era arte u oficio. La Iglesia Católica usó este término para referirse a sus templos, en permanente estado de construcción, durante siglos. También se empleaba para referirse a los bienes, rentas y derechos que siendo propiedad de la Iglesia servían para reparar y costear esas costosas fábricas.
Con las leyes desamortizadoras, estos bienes y derechos le fueron expropiados. Y, aunque con posterioridad, algunos de esos bienes le fueron devueltos, otros -ya subastados- quedaron en poder de sus adjudicatarios. Con ello, el sistema tradicional de financiación de las fábricas murió y los templos quedaron sin recursos. Un grave problema para el patrimonio artístico.
A fin de arreglar el desaguisado, el 16 de marzo de 1851 se firmó un Concordato entre Pio IX y la reina Isabel II por el que se devuelven a la Iglesia los bienes no enajenados y el Estado se comprometía a proveer a los gastos de reparación de los templos y demás edificios consagrados al culto.
Aunque esto huela a rancio, no lo es. El Estado ha de contribuir a la restauración de los bienes eclesiásticos, no solo por la defensa del patrimonio cultural, sino por la obligación de compensar un patrimonio expropiado sin justiprecio y que estaba afecto a ese fin.
Las autoridades contribuyen parcialmente a la conservación del patrimonio eclesiástico, pero no como una obligación siquiera moral, sino como una especie de filantropía cultural. Creen cumplir con un deber ajeno y no con una deuda propia. En este escenario resulta gratificante y es digna de agradecer la iniciativa de don Fulgencio Meseguer para restaurar la fachada de San Dionisio, abandonada a su suerte en el mismo corazón de Jerez, mientras se farda por ser capital mundial de no sé cuantas cosas. Gracias, don Fulgencio.
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