Antonio / Gallardo / Jesús Rodríguez

Fax andaluz a San JoséLa primera visita al campo

DE este modo te invité en mi pregón oficiá hace tantos años ya, que los versos orvidé. Pregón que te dediqué con todo mi corazón, y levantó una ovación, tan cariñosa y tan arta, que temblaron de emoción los parcos de Villamarta.

En uno de ellos vi a mi mujé y a mis niños ­-que son los siete cariños que aún me tienen de pie-. Y te aplaudieron, José, como se aplaude ante un toro a un diestro morao y oro que tiene casa en el Cielo.

Con la punta del pañuelo yo me enjugué un lagrimón, y así comenzó el pregón del año setenta y uno, invitándote a un barcón de un Jeré viejo y moruno.

Se me volaban las manos, -dos palomas asustás-, que iban buscando el compás que un oradó necesita. Y como de agua bendita se me llenó el paladá.

En un parco vi a mi hijo, ése que es tocayo tuyo, que es mi alegría y mi orgullo, como los cinco restantes. Y pude seguí adelante, porque mirándolos a ellos ¡te vi José entre destellos en tu camarín glorioso!

Y me pareció precioso dedicarte a ti el pregón con la santa devoción que siento por tu Persona…

No te compro una corona porque no tengo dinero, pero sabes que te quiero iguá que quise a mi mare que estará besando altares con ángeles chiquetitos, y al niño puse tu nombre que signó el Hijo del Hombre con sus dos brazos benditos.

Rosario, mi compañera -como una Muñoz Cebrián-, dulce como un mazapán, oía atenta e inquieta. En el encaje de su alma le habría puesto una peineta.

Toda una vida con ella es levantá una torre donde cantaban y cantan los ecos de Manuel Torre. No habrá cristiano que borre el cariño que le tengo, que con tenerla a mi lao mis ducas las entretengo…

José de mis entretelas, que las fatiguitas nuestras Tú mismo nos las consuelas.

El diecinueve de marzo es una feria pa mí donde paren mis recuerdos rosas de pitiminí…

Pero vayamos ar caso, que es Domingo de Pasion y tengo a un hijo temblando de impaciencia y de emoción.

¡A Jesucristo la Gloria y a ti, San José, la suerte de podé ve desde er cielo su triunfo de la Muerte!

Yo ya no tengo garganta para cantarte, José, pero te he buscao en mi sangre un pregonero calé. Un pregonero gallardo que ha dicho que sí ar pregón y tiene ya aleteando las alas der corazón…

Ahí te lo pongo, José delante de un Jeré entero pa que cante la Pasión del Hijo de un carpintero. Habrá quien mejó le cante ar Divino Redentó porque los habrá más buenos pero más flamencos no.

Me rodea er pensamiento una alegre serpentina que nace der sufrimiento de Cristo por las esquinas.

Cristo yacente en su duelo. Cristo moreno y valiente. Cristo subiendo a los Cielos con un lucero en la frente…

¿Quién habría de decirte, José, er primé cristiano, que al Hijo de Dios bendito llevarías de tu mano? ¿Qué ángel querubinero se te posó en la cabeza para que tu fueras digno de tan divina grandeza?

Por eso yo, pregonero de lo humano y lo divino, de las bodas de Canaá alzo una copa de vino para volverte a invitá y esperarte en el camino…

Sé que te vas a negá, como hiciste en mi pregón. Pero si por compasión a mis súplicas te avienes, ponte una nube en las sienes y deja que anden tus pies hasta esta tierra morena. Tierra que engloria las penas con un trago de oloroso y que prepara sus calles para el Dolor más hermoso. Calle donde la amargura, la maceta y el clavé entralazan sus cinturas con el lazo de la fe.

No te debes de negá como hiciste en mi pregón, pero si por compasión bajas hoy a este pregón que está a punto de empezá, no habrá rosa en el rosá más contenta de su suerte. Es mi corazón, que al verte te vuelve hoy a decí mientras que en Getsemaní la tragedia se prepara: José, no lo pienses más, ¡Vente conmigo a Jeré!

Lo voy de nuevo a intentá, patriarca santo y justo, no des un pasito atrás ni me vuelvas a dá un disgusto. Que si Arriba se está a gusto, al poné aquí tus plantas, todas las Semanas Santas se postrarán a tus pies, que está mi hijo José queriendo verte llegá…

José, no lo pienses más ni me pongas esa cara…

¡Dame tu mano y tu vara que tengo aquí dos entradas para sentarnos los dos en el patio de butacas el Domingo de Pasión y va a crují Villamarta cuando se alce el telón..!

ESTE año, los pájaros que la primavera manda cada febrero para anunciar a los campos su visita trajeron, además de su canto, una gota de agua pegada al pico. Hoy se nos presenta ella, vestida con un manto de tristeza derramada. Para que toda la creación le abra paso, el viento ha entonado una marcha solemne deslizándose entre las ramas de las casuarinas, porque sabe que guardan el prodigio de hacerse arcos de viola contra él. Así, entre el agua, el viento y una suave luz matizada de gris, las flores han sido avisadas de que ha llegado el momento de que abran sus labios al polen.

El mejor heraldo de la primavera, sin embargo, no fueron este año los pájaros húmedos de celo desatado, sino el verde que las lluvias de diciembre han ayudado a que se derrame sobre el campo entero. La verdad es que en esto la primavera que hoy inauguramos no ha traído ninguna novedad, puesto que todo el mundo sabe que preguntarle a la primavera por el verde es tan absurdo como preguntarle por las cerezas al cerezo, porque verdes son sus manos, sus pies y sus ojos. Este año, sin embargo, el verde se ha presentado con un semblante tan luminoso, que parece que derrama alegría allí donde descansa. Pero, cuidado, si nos fijamos en él con algo de detenimiento veremos que tiene un poso de tristeza amarga, como todo lo que se sabe efímero.

Y es que el verde primaveral sabe que este año durará poco. Tiene conciencia de que para sobrevivirse necesitará de una luz y de un aire tan precisos que no podrá mantenerlos mucho tiempo, y que en cuanto lleguen unos días de sol mantenido empezará a perderse. Lo sabe, pero le da igual. Hasta que ese momento llegue, se paseará por los caminos, las riberas, las dunas y los parques, pavoneándose con aires de don Juan. Pero que no nos engañe : si lo miramos despacio, descubriremos que enamora menos de lo que él presume, porque no todas las cosas se le rinden con la misma fuerza.

Pasa igual cada año, porque no hay dos verdes iguales en la naturaleza, sino que cada uno tiene un vigor y un aire distintos. Nada más que hay que asomarse al campo y ver el cebadal, el habar o los garbanzales : en unos, el verde es más pujante; en otros, más desvaído; en otros, gris tirando a azulenco. En los trigos sube su intensidad, pero en la remolacha se rompe en cárdeno.

Esta mañana he estado paseando por la Cañada de la Loba. Los verdes tenían belleza y vitalidad de adolescentes y se paseaban por las besanas, fatigándolo todo. He tomado la vereda que lleva a la viña de mi amigo Frasquito… ¡Las veredas del campo!. Sendas humildes hechas con pasos ajenos. Nuestros pies obedecen a esas viejas pisadas de otros hombres y, a la vez, afirman el camino para otros que vendrán algún día a transitarlo. Así constatan, como pocas cosas, el sino del hombre : seguir y crear. En la albarrada que hace linde con el trigal se agolpaban amapolas, jacintos, lavandas, labiérnagos, coscojas, aulagas, torviscos… Y entre ellas, subrepticias, las flores anónimas que se prende abril en sus mañanas. Esas que lo inundan todo con su color y su nombre clandestino. Sólo sabemos de ellas su lozanía y su querencia por lindes y ribazos, pero desconocemos cómo se llaman. La gente del campo las nombra, como si nada : "carmentinas, todabuenas, sanchecias, algazules, escarchadas, hierbadoncellas, mocos de pavo, palos de cochino, aguaturmas, ombligos de venus, dividivis, amormíos…"; y nosotros, los de ciudad, nos quedamos asombrados con ese santoral de la modestia. Estas flores de nombres ignorados, se pierden, como las monjas, por la humildad, y por eso agarran en lo menos evidente. Vamos andando entre los pasiles del roquedo y las vemos emerger de entre sus fisuras y gravillas, haciendo del aire, con su breve olor, una cañada de hermosura. Cuando las descubrimos, hacemos una parada en nuestro paseo para admirar aquellas piedras florecidas, y después, agradecemos de corazón a la primavera que colonice con frutos de belleza hasta lo más inhóspito. En su humildad, sin embargo, llevan también su desgracia, porque no saber cómo se llaman quita a los hombres apego y nadie se lamenta si una de esas flores desconocidas es tronchada por el pie, la rueda o los cascos de la yegua. Las flores de nombre ilustre adornan las casas, combinando sus colores con los de las cortinas y divanes del salón que decoran. Destilan orgullo por cada pétalo, sabiéndose cumplidoras del aristocrático destino para el que brotaron. Las flores anónimas, en cambio, no se exhiben. Ignoran que su esencia es la pálida belleza : como el barro desconoce que es sólo un temblor que fragua en cántaro, ellas no saben que son simplemente un regalo que Dios hizo a abril para que presumiera delante de los otros meses.

Un ratito después he llegado a casa de Frasquito. Como no había nadie en el almijar y la puerta estaba cerrada, he cruzado las hileras de cepas. Enseguida lo he visto entre los liños, engloriándose en la viña florecida. Me invitó a acercarme. Metió la mano entre los pámpanos y arrancó, para enseñármelos, unos granos, apenas despuntados. He notado cómo se le despertaba una ternura por dentro, porque él, como todos los viñistas, siente la uva como obra de sus manos. En los racimos de su viña tiene Frasquito su complacencia y su vanagloria, y viendo sus uvas madurar y hacerse azúcar, siente lo mismo que debió sentir Dios aquel día tercero en que creó las cosas vegetales y vio que eran buenas.

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