Francisco / Bejarano

Francisco

Hablando en el desierto

14 de enero 2014 - 01:00

NADA más anunciarse la elección del nuevo Papa, los cristianos incómodos con el cristianismo como religión albergaron esperanzas de la modernización de la Iglesia y la vuelta a la pureza evangélica, una contradicción que no sabemos como sacaran adelante sin caer en esquizofrenia mística. Todavía no se habían escrito los evangelios y ya se veían discípulos de Cristo cariacontecidos deseosos de volver a la pureza evangélica. Nunca faltaron, ni faltarán, estos melancólicos. Cuando pudieron y se hicieron con un número suficiente de secuaces, como fue el caso extremo de Jan Bockelson en Münster, fundaron teocracias peores que la de Corea del Norte.

Tampoco faltarán nunca los optimistas de la modernización, a quienes les gustaría que el cristianismo dejara de ser una religión para convertirse en una escuela filosófica e incluso un partido político, descuidando el misterio y lo sagrado, sin los cuales no hay religión que merezca tal nombre. Ambas tendencias estarán con nosotros hasta la consumación de los siglos. Luego, como coro de réprobos en las tinieblas externas, están los no creyentes que dan opinión en materia de fe, quieren intervenir en asuntos doctrinales y fingen escándalo cuando un obispo contrapone la doctrina de la Iglesia a determinadas decisiones políticas. Tampoco es nuevo: cualquier breve historia de la Iglesia nos dirá las innumerables ocasiones en las que el poder civil se ha enfrentado al religioso con mucha más virulencia que hoy.

La Iglesia solo puede modernizarse en lo externo, en lo superficial, en la puesta en escena. En lo esencial es la última modernidad conocida. Desde su fundación no ha nacido ninguna otra religión, ni escuela filosófica ni corriente de pensamiento político, que deje libre al hombre en su relación con Dios para aceptarlo a rechazarlo, para creer en él o no, para hacer el bien o el mal. Este Papa no va cambiar esto ni el Credo, así que todo seguirá igual que siempre. Puede contribuir a un aumento del feísmo iniciado con el concilio Vaticano II y hacer huir de una vez para siempre a lo sagrado de los templos, y, de camino, perder a los fieles de fe sencilla cuya única formación ética y estética la recibía de la Iglesia. Un papa, hasta el peor que haya habido, es el Papa. Si vemos que en las reformas superficiales posibles se conduce con imprudencia para tribulación de las almas, no hay sino ser paciente y esperar, pues detrás de uno viene otro.

stats