Confabulario
Manuel Gregorio González
Valéry , 1918
El balón se estrelló como una exhalación sobre el escalón duro de la zona de Tribuna del Estadio Domecq. Al unísono brotaron suspiros de alivio y asombro y onomatopeyas de toda índole. La pelota, tras chocar contra el hormigón de aquellos asientos suavizados en las posaderas por las almohadillas de ocasión, salió despedido hacia arriba para proyectar una altura vertical directamente proporcional a la intensidad de su pegada. Parecía, en su ascensión, que alcanzaba el quinto cielo. ¡Menudo trallazo! ¡Ya pasó, uf, todo asomo de peligro! Segundos antes venía el esférico a velocidad de relámpago, como un obús amenazante de los que encañonaba Urtubi entonces en la Primera División del Fútbol Español. Los aficionados, como un prontuario de gestos a la defensiva, se echaban las manos a la cabeza, atrincherados off limits, y giraban el costillar sobre su propio eje -los padres también cubrían a sotavento a sus hijos- en aras de escudar y esquivar el posible impacto. La potencia de la pelota era de órdago. ¡Todos cuerpo a tierra!
Al cabo nadie recibió la andanada, el chutazo, fruto de un heroico despeje de León en la banda izquierda del equipo local. Y es que León cortaba la jugada de contraataque, cortaba todo dribling en falso del contrario, cortaba el regate del extremo derecha, cortaba el agua y hasta la luz eléctrica si fuera necesario. ¡Todos los niños jerezanos nacidos en la década de los setenta recordamos con memoria fotográfica cómo el balón Adidas salía disparado del terreno de juego y enfilaba su destino hacia alguna de las gradas como un coloso hambriento de suspiros y viento! ¡Y el estruendo hueco y seco del golpe! Como un chasquido atronador. Y la ovación dedicada a quien sudaba con profesionalidad el dorsal número 3 -es un poner- del conjunto más de Jerez que la pura cepa del cante jondo.
La potencia implícita del balón no era sino la traducción por mimetismo del coraje, el pundonor, la lealtad, la honradez futbolística de unos jugadores que defendían con tripas los colores de su club. Conocían al dedillo el código ético de la camiseta que abanderaban: respeto y compañerismo, humildad institucional, concepto superlativo de la entrega sobre el césped, honradez en el juego, deportividad en todas su acepciones, empatía por una afición que daba el mil por cien en el desglose de un sentimiento -¡el industrialismo!- heredado de abuelos a nietos y de padres a hijos.
En sudar la camiseta los jugadores industrialistas siempre han impreso la misma sensibilidad que verbigracia depositaban cuando acariciaban la cabecita de sus hijos pequeños: todo un amor de alma de hombres de bien. A tu patria y a tu rey, tenles ley. ¡Con qué tino y gallardía parió la idea don Antonio Salido –"Entra con pie derecho si quieres hacer tu hecho"-! Y allá que el Jerez Industrial, ahora apagando velas de su madurez septuagenaria, diera tardes de gloria y domingos de pasión -sin pregón de Semana Santa- a las familias de un club que, en cuestión de moral, nunca estuvieron para sopas y buen caldo, sino todo lo contrario: depositarios de una Fe venerada con rayitas azules y blancas "que nunca desaparecerán", ¿verdad que no, Eugenio Vega?
Y no lo harán porque sus futbolistas son deportistas cabales, guerreros de noventa minutos, forjadores de un ideal como el héroe de Cartagena de Indias o don Pelayo (en la batalla de Covadonga) o Viriato derrotando erre que erre -por sistema- a los gobernadores de Roma. Ésa es la fuerza del industrialismo. La del coraje en el partido y la amabilidad congénita. Fuerza de generación en generación. Fuerza con la que un defensa blanquiazul arrebata el balón para mandarlo a los escalones duros del antiguo Estadio Domecq, aquel templo romántico donde nació un himno de guerra, un grito de paz, que es signo de arropo y de emoción en vena: ¡Industrial tracatrá!
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