Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

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Jerez: Pepe Torreglosa y el doble sentido

Fue, a todas luces, un gran empresario. Y un cristiano capaz de magnetizar. Quizás porque Pepe Torreglosa Solano, al hilo de Henry David Thoreau, siempre digirió que la bondad es la única inversión que nunca quiebra. Y Pepe era bondadoso en cantidades industriales. Su mayor habilidad social venía de fábrica: la personalidad. Possunt quia posse videntur. Virgilio, dixit. Esta glosa periodística -que ahora rasga el papel- no elige el pie quebrado ni la resonancia del calambur. Esta glosa -que huele a la vainilla del incienso de cofradía de capa- no se posiciona en la insurrección de ninguna rebeldía formal. Esta glosa sube la torre de Torreglosa. Hombre bueno en el sentido machadiano del término, sin caer en la bonachonería. Hombre atento, como una paloma a ras de algarabía, como un alfil que cubre a la Reina. Hombre risueño, como el carisma del amor fraterno, como un niño santo en el pincel de Murillo. Hombre liso y brillante, como un mármol recién pulido.

Supo ganarse la estima de los jerezanos entre granulometrías, lijas de agua, entrechoque de bambalinas en los varales de la noche del Viernes Santo y unas manos cruzadas de Madre siempre agarrada al clavo ardiendo de la Soledad escrita ahora con letras mayúsculas. La sonrisa de Torreglosa -esa media luna de la afabilidad- enseguida plasmaba el retrato interior de la intimidad más soslayada. Nada en él había de mistificado ni de apócrifo. Hizo camino al andar: tanto en su quehacer profesional como en el anual itinerario entre la arboleda de una Porvera con textura de fotografías en blanco y negro de Eduardo Pereiras. Sus movimientos parecían acompasados por una antigua sonoridad proveniente del canto del cisne. Pese a su profesión, jamás ejerció de convidado de piedra.

Coincidí con Pepe en el Pleno de Hermanos Mayores, siéndolo él de la cofradía de la Victoria y yo de las Cinco Llagas: pongamos que hablamos de la friolera de veinte años atrás: ¡cómo se observa la mudanza del tiempo desde el palquillo sin damasco de la memoria! Ahora la nostalgia se contrapone a la fortaleza del vacío. Aquel Pleno de Hermanos Mayores congregó a cofrades ya idos como José María Becerra Ojeda (Angustias), Juan Román Fernández (Viga), Alfonso Carlos Orellana Cánovas (Amargura), Joaquín Bilbao Nadal (Vera-Cruz) Antonio Asenjo Agarrado (Huerto), Ángel Sáez Lalana (Mayor Dolor), Santiago Lledó Patiño (Carmen Coronada), además del delegado episcopal Francisco González Cornejo y el entonces obispo de Jerez Juan del Río Martín. De sólo nombrarlos me retrotraigo a las cabañuelas de agosto de otro empaque cofradiero…

Pepe Torreglosa, su bolsillo, no era manirroto pero sí espléndido en los términos de la generosidad más altruista. En Pepe de continuo -¡lo cortés no quita lo valiente!- hubo algo de regreso del hijo próvido -que no pródigo-, habida cuenta su firme apuesta por el compromiso con sus semejantes (según las orteguianas circunstancias del yo). Se daba a querer. En su pelo y en su tez había reflejos del blanco sudario de un Cristo descendido de parte a parte de la ciudad. Cultivó el que considero el mejor -pero del todo infrecuente- doble sentido del ser humano: el sentido común y el sentido de la medida.

Pepe Torreglosa apostaba por las confesiones de San Agustín. Recelaba de la inutilidad de las hostilidades y barajaba con mano diestra el pragmatismo de las distancias cortas. No abdicaba frente al desánimo, tan acostumbrado como estaba a la briega diaria. En la parte alta de sus corbatas se anudaba todo un telar de afectos. Su físico contenía la corpulencia del Génesis. Ha dejado huella, como el abrazo del bienaventurado. Como el verbo de Santa Teresa de Jesús. Como las sandalias del pescador. Como el fulgor de una vara dorada delante de un palio de hermosura…

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