Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

marcoantoniovelo@gmail.com

Jerez: el prefacio de la Feria y las velas de Santiago Zurita

Inauguración, hace diez años, de la Plaza Santiago Zurita Irigoyen.

Inauguración, hace diez años, de la Plaza Santiago Zurita Irigoyen.

A menudo gravita sobre la ciudad una ambientación muda que estrecha las manos de lo hiperbóreo y lo meridional. En un pispás el mutismo se torna charla. El silencio a su vez se disuelve con la conversación de honda raíz española. No hay más que atender de reojo -y no hacer oídos sordos- a los diálogos de filosofía del saber popular -léase antiguo bachiller de la calle- cuyas sentencias parecen dictadas por el mismo Eratóstenes -tercer director de la Biblioteca de Alejandría- que surgen en derredor -mesas más próximas- durante nuestro habitual desayuno en el bar de costumbre. Uno no peca de entrometido: más bien la escandalera del vocerío induce a la agudeza de la observación. Yo, como cantara Aute, sólo “pasaba por aquí”. Jerez no malgasta las mañanas tal si fueran “triviales como un baile de máscaras”, que escribiera Sabina. Bien mirado -¡y mejor visto!- aquel jerezano que posee una intuición sapientísima no descuida la huella del entretiempo. Y, con Blas de Otero, indistintamente se encuentra “nadando y escribiendo en diagonal” mar adentro o bajo noches de frescor y asomos de insomnio. Otros duermen a pierna suelta, que es posición de conciencia en paz.

Hemos saltado -a la comba- de las precipitaciones -de agua con barro- en Semana Santa a la precipitación del respetable por pisar la orilla -del agua con arena- de nuestras playas de referencia. La ciudad extraña la ausencia del chirriar de la nostalgia. Este año los vehículos pasan ante nuestro palmo de narices sin operar ninguna musicalidad con la carente cera de los nazarenos derramada sobre el asfalto. 2024 nos ha arrebatado ese concierto diurno para instrumentos desafinados. Los neumáticos se tornan, pues, menos jaracandosos. Y las miradas -que reposan entre la paloma y el toro- ya fijan las perspectivas en el Real de la Feria. En Jerez la inquietud nunca horada la tradición. Y ahora el ciudadano, por expresarlo con título de poema de León Felipe, es el propio “himno o canción del hombre”. Una melodía que, como un horóscopo consabido, centra sus semicorcheas en este almanaque de la transición. En el ínterin que transcurre -como un cartabón de horas de sol- entre la asistencia a la Casa de Hermandad -con olor a incienso- y la concurrencia a la Caseta de Feria -con olor a pimientos fritos-. Del lunar en el calendario que ha supuesto una Semana Mayor en blanco al blanco lunar de los trajes de las guapas jerezanas sobre el albero de esta otra fiesta universal también de empaque. De las túnicas de cola a la cola de aficionados para adquirir sus entradas de volapié y Puerta Grande.

Feria no es una terminología ni fugitiva ni vibrátil. Sí, por el contrario, alada y musical. Mismamente nos inspira los ensueños de la fantasía que la garantía de toda improvisación. “Oh rosa siempre fresca, oh rosa siempre lista”, exclamaría Apollinaire. Quien antes jamás había pisado la Feria de Jerez sólo esboza una expresión rotunda tras el eco -con perfil de conjunción social- de la experiencia de su disfrute: “Esto soñé”, que es además título literal de un poema de Antonio Machado. También la Feria, como la Semana Santa, cuenta con sus prolegómenos, con sus prefacios. Con sus albores. Aunque sin tañidos de campana del gozo que se aprovecha -y se paladea- incluso más que la fiesta. En Semana Santa las manillas del reloj se aceleran. In ictu oculi. Y todo se escapa, tan resbaladizo, con precipitada agonía de nostalgia. En Feria, por el contrario, la naturaleza obedece al imperativo de los Romeros de la Puebla: “Tiempo detente”. Manos arriba -para bailar-, que esto es un atraco de la alegría cuya intensidad, como el rayo de Miguel Hernández, no cesa.

¿Y qué ha acontecido en Jerez tras la Semana Santa y previamente a la noche del alumbrado aún por venir -con soniquete de bombilla encendida- al arrullo de la intimidad familiar? Pues digamos que la celebración de un cumpleaños de arte y salero. Rebosante de simpatía. La que derrocha el joven veterano Santiago Zurita. No me refiero al narrador Santiago Zurita Manrique. Sino al alma mater -todo un clásico- de la iglesia de San Mateo y su portentosa cofradía: Santiago Zurita Irigoyen. Ha cumplido 85 años en loor del cariño de su familia. Cuando le pusieron la tarta sobre la elegante mesa de camilla, a decir verdad un tanto distanciada del alcance de su rostro, Santiago advirtió que estaba demasiado lejos para apagar las velas con “Un soplo de aire fresco”, como la novela de Don Winslow según ‘Los misterios de Neal Carey’. Llevaba razón don Santiago. Cuando aproximaron el pastel a la comisura de los labios, Santiago, ente bromas y veras, como consumado especialista en números, alteró el orden de los factores de sendas velas. Y, serio, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, colocó el número cinco delante del ocho, de modo que por segunda vez Santiago soplaría sus 58 primaveras con ímpetu de chaval curtido en mil batallas. Y es que Santiago, ducho en la agilidad de un finísimo sentido del humor, siempre supo que la edad no comporta una determinada suma de años sino que, como el soporte de la juventud, comprende un estado del espíritu. ¡Y no le falta razón a este chiquillo de pelo cano!

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