Marco Antonio Velo
Jerez: la calle Don Juan, Luis Ventoso, Loreto y el gesto de María Luisa
Alfa: No ‘De repente, el último verano’ de Joseph L. Mankiewicz sino de repente -como un despliegue de garrotazo y tentetieso por los laberintos interiores de tu propio organismo- unas fiebres altísimas que se apoderan de ti -con sus poliédricas garras extendidas en sordina- para anularte a ultranza durante varios días. Tratamiento al canto y un mínimo de seis días sacando fuerzas de flaqueza para luchar titánicamente -esto es: sin apenas probar bocado (por pura desgana) y sí sudar a chorros como Kunta Kinte en ‘Raíces’, como el remero Judah Ben-Hur en la boga de combate apenas unos instantes antes de la batalla contra la flota macedonia, como “el violento paraíso de la mueca rabiosa’ del enigmático poema ‘Farsa’ de Rimbaud- frente a la adversidad. De repente, el malestar. De repente, el resfriado en cuarto creciente. De repente, la mucosidad sin ton ni ton. De repente, el cuerpo hecho trizas. Con menos vitalidad que la última amanecida de aguardiente del tío Barret en ‘La barraca’ de Blasco Ibáñez. Lucho a brazo partido. Saco pecho. La voluntad, empero, de manos atadas. El ánimo, pugnaz a trancas y barrancas. El pundonor se regenera. La salud se columpia. Débil como un colibrí desorientado en la maleza. Acogotada como un borrón sin cuenta nueva.
El termómetro es el lobo feroz que no desciende a razones. Me sobrevuela un diablo cojuelo peripatético, con su ruta detenida in continenti sobre mi cogote. A media noche abro los ojos para encontrarme en una confusión cuasi onírica de temperaturas que pugnan con espadas de hojalata. La cama es la escenografía del Titanic sin efectos especiales. Me pilla el desafuero sin tropas de choque: la debilidad física me impide escribir nada ni leer renglón y medio: no alcanzo ni un sintagma de ‘Diario de una tregua’, de Dionisio Ridruejo. Resisto espartanamente. De repente sabes que medio Jerez anda a la saga. Para la procesión de la Merced somos legión los que permanecemos en casa protagonizando la desventura metafísica de los tiritones. Duele la cicatriz de la luz, como en el verso de Vicente Aleixandre.
Los jirones de telas de araña de las altas temperaturas van alejándose como en estampida silenciosa a la chita callando. Lo infernalmente enquistado se bate en retirada. Me levanto y, mudo, silente, cariacontecido, expulso imaginarios venablos por la boca: dedico toda suerte de improperios a este gripazo espontáneo de ida y vuelta. Decía Faulkner que un paisaje sólo se conquista con las suelas de los zapatos. Así esta enfermedad cuyas fauces me han zarandeado sin concesiones. Tenía la fiebre los días contados. ¡Pero cómo ha embestido! En este tiempo post-pandémico, sin mascarillas, debemos cuidarnos muy mucho de las gripes furibundas que regresan por sus fueros y ahora nos eligen a sangre y fuego. Las fiebres vuelven con hambruna manifiesta y ya sabemos que, como sostenía el bonachón Sancho Panza, “tripas llevan pies”. ¡Suerte y al toro! ¡Yo lo esperé a puerta gayola y ya todo vestigio es pitón pasado!
Beta: Me considero forofo de carné, de ideología, de militancia… del tiramisú. Ahí no parto pana. ¡Cuánto le debemos a la mítica -e incluso mística- cadena de restaurantes Toulá! ¡Vivan por siempre las manos en la masa de los italianos! Se me hace la boca agua cuando escribo y describo la crema sabayón (sambayón, ponche de crema, zabaglione o zabaione) o queso mascarpone. Julio Camba se hubiese chupado los dedos literarios de haber escrito un ensayo corto a mayor gloria cultural/cultual del tiramisú. Formamos un club pujante los adscritos a su receta. E pluribus unum. El tiramisú no es postre, sino sacramento. Nada se cuece en su trastienda. El bálsamo de Fierabrás se queda en pañales. Los ensaladilleros solemos formar parte al unísono del club de fans del tiramisú. ¡Prueben bocado y pecarán por defecto! ¡Se quedarán -a las primeras de cambio- cortos! Permítanme una recomendación al alcance de la mano: el tiramisú que ofrece ‘La Bella Italia’ en Cádiz capital (paseo marítimo). ¡Háganme caso!
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