César González-Ruano -elegante como un pelícano en el París de los años 20- siempre tomaba recado de escribir -¡camarero: dos carajillos, un fajo de folios, pluma y tintero!- en la exterioridad de las terrazas de sus cafés clásicos. Quizá por esta razón sus metáforas nunca tocaron techo. Y sus artículos, tan donosamente plumeados, nacían henchidos de luz, temperatura ambiente y plateresco. Escribía -mínimo- dos cada mañana: uno para vivir y otro para beber. Pongamos que hablamos de un Madrid como capital/acudidero de escritores -en ciernes- de provincias, periodistas al alza de raído traje único y poetas de versos libres tan cautivos en aquellas umbrosas pensiones de urinario compartido.

Quiere decirse que España ha sido país de veladores, mesas al aire libre y tertulia sentada en corro. Basta leer en diagonal libros como ‘Café y copa con los famosos’ de Fernando Vizcaíno Casas, ‘Los últimos días de un presidente. De la dimisión al golpe de Estado’ de José Oneto, ‘Mis almuerzos con gente importante’ de José María Pemán o ‘Mis almuerzos con gente inquietante’ de Manuel Vázquez Montalbán. Los españoles, en cuestiones de restaurantes, bares o baretos, huyen del encerramiento, los techos bajos, la opresión paredaña, las estrecheces de mantelería, la asfixia sin metros cuadrados, el codo con codo entre comensales, los brindis apretujados y la humareda que acaricia tu solomillo a la pimienta. Para comer con delectación hay que hacerlo indefectiblemente a nuestras anchas y jamás presos de la claustrofobia de la muchedumbre que constriñe nuestra capacidad de movimiento. Quedaríamos todos entonces como el título del célebre ensayo de Henry Miller: ‘Inmóvil como el colibrí’.

Días atrás leí una interesante noticia firmada por Manolo Moure en este periódico que usted, lector, sostiene entre sus manos. Hacía alusión -e ilusión a mí me hacía- a la inclinación del jerezano hacia las terrazas de los bares en detrimento lógico del interior. Antonio de María, presidente de Horeca, incidía en esta tendencia real. A no dudarlo se trata de un vade retro frente las experiencias personales del confinamiento durante las semanas álgidas de la pandemia. Una reacción preventiva. La gente del procomún pone pies en polvorosa para reencontrarse con su mismidad en la práctica tradicional -tan a la española- de departir “tomando algo al solecito en las mesas de afuera”. Volver a las andadas de quiénes verdaderamente somos.

Si los jerezanos prefieren las terrazas, allí donde la claridad marida con la distancia social, es asimismo por respetar escrupulosamente los gustos de sus antecesores. Encendamos la moviola de los recuerdos y observemos a ciudadanos del ayer sentados en la zona exterior del bar Camilo en la Plaza del Arenal, bar Recreo en la Plaza Plateros, la Venecia en calle Larga, bar La Alegría en calle Corredera, Carreño en el Retiro, La Langosta Dorada en Diego Fernández Herrera, Tabanco Ignacio en la Plazuela, el café Consistorio -sito entonces en la hoy sede de la Real Academia de San Dionisio-, el bar-horchatería Granja Soler –“Bombón helado, Combinado Soler y Biscuit Glassé”- en calle Larga, el bar Parisina en la antigua calle Duque de Almodóvar, el bar La Española -cerca de la calle Gravina-, la antigua terraza de La Vega, el bar Amaya, ‘La Mezquita’ en calle Algarve…

¡Cuánto sabían del noble arte de servir -con exquisitez y servilletas en el antebrazo- aquellos camareros que hicieron de la profesión toda una deontología de la atención personalizada! ¡Sí, aquellos -chaquetas blancas- que te recitaban la carta con memoria fotográfica! ¡Aquellos que, en lugar de moverse con rapidez bandeja en mano, danzaban rítmicamente como bailarines a compás de los riñones al jerez y los pinchitos morunos! La hostelería, en esta sociedad postpandémica de 2021, necesita de todos nosotros. ¡Jerezanos, a las calles! ¡Las terrazas nos esperan con los espacios bien abiertos!

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