Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

é L estudió ingeniería y empezó rápidamente a trabajar dirigiendo las obras del aeropuerto de Sevilla. Al poco, debió de pensar que ese no era sitio para un poeta, que estaba su espíritu destinado a cosas más elevadas que calcular la resistencia del hormigón, y abandonó su lucrativo y prestigioso empleo para estudiar Magisterio. Sí, Magisterio. ¿A que todavía puede resultar sorprendente y casi incomprensible? Él quería ser maestro, con todas sus letras… y sus cuentas y sus mapas de España colgando sobre la pizarra y sus diptongos y sus reyes godos y su lluvia en los cristales y sus niños repitiendo la tabla de multiplicar. Y, después de tantos años, cuando él ya cuenta noventa y tres, aún me paran por la calle para preguntarme por mi suegro sus antiguos alumnos, señores que ya peinan abundantes canas pero que aún recuerdan al maestro sabio, al maestro que -como hace un padre-, caminaba por el alambre fino de la enseñanza equilibrando afecto y autoridad, al maestro que, incluso cuando no se podía, les hablaba de Lorca y que les leía poemas de Bécquer, de Cesar Vallejo y de Rafael Montesinos. Era un "maestro" que no entendía de competencias, ni de cronogramas, ni de rúbricas, ni de legislación educativa, pero que enseñaba desde la humanidad, el pundonor y el sentido común, sabiendo un poco de todo y un mucho de muchas cosas y, sobre todo, buscando hacer de sus niños mejores personas.

En el fondo, somos lo que somos por nuestros maestros y maestras. Hombres y mujeres que nunca estuvieron ni bien pagados ni reconocidos en este país, pero que llevaron sobre sus espaldas la formación primera de esas primeras generaciones que, por vez primera, llegaban a nuestras escuelas. Los maestros y maestras de la escuela pública superaron con creces el inmenso reto de enseñar a los hijos de gente analfabeta, que nunca había tenido opciones, en una España donde la educación se había llevado siglos siendo un privilegio y no un derecho. Yo también recuerdo a mis maestras: la señorita Mari Ángeles, toda dulzura; la señorita María Teresa, que era hija de un coronel, pero apuntaba rebeldía en sus usos; la señorita Lina, que me dijo: "estudia y saca buenas notas, pero nunca hagas ostentación de eso"; la señorita Milagros, que escribió en la cartilla de mis calificaciones "tiene que jugar"; el "señorito" Luis Carlos, que irrumpió en mi vida con una sobredosis de Georges Brassens, Lorca, Gorki y Miguel Hernández.

Ahora -me dicen- ya no se celebra el Día del Maestro y la Maestra, que fue ayer, 27 de noviembre, San José de Calazanz. Como producto evidente de unos tiempos que anteponen la conveniencia al sentido original y hermoso de las cosas, se celebra el Día de la Comunidad Educativa: un día móvil, que se asocia al de Andalucía formando amistoso puente y que -no lo niego- resulta más inclusivo, más políticamente aséptico y, sin duda, más moderno. Pero que ha perdido las palabras mágicas: "maestro", "maestra". Y con ellas, la historia, la memoria y el verdadero reconocimiento.

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