Antonio Reyes

Muertos vivientes

TIENE QUE LLOVER

05 de noviembre 2013 - 01:00

TIENE mandanga, por no decir cojones -palabra malsonante utilizada comúnmente para expresar extrañeza o enfado-, la historieta de todos los años con Halloween cuando llega la víspera del día de Todos los Santos. Una fiesta importada y repleta de simplezas ñoñas, con calabazas con ojos y velitas en su interior, murciélagos y brujas que más que feas, como han sido las brujas toda la vida, parecen tontas, lerdas, incapaces de hacer cualquier brebaje y de montarse en una escoba.

La noche del día 31 de octubre las calles se llenan de pandillas de jovencitos y jovencitas, por eso de la paridad en el lenguaje, disfrazados de las más solemnes pamplinas, si bien se llevan la palma los disfraces relacionados con personajes sanguinarios capaces, según la habilidad del maquillador, de producir terror o risa. Y deambulan por las calles y se reúnen en lugares públicos, que ahora llaman botellódromos, para, entre copita y copita, acordarse de los muertos, de los muertos de quienes osan pedirles que no griten o que dejen de hacer ruido.

Con frecuencia culpamos de esta importación de modas extrañas al colonialismo cultural y económico que nos invade. Algo hay de verdad, porque eso se nota en la comida, en los aparatos tecnológicos y en la infinidad de anglicismos que forman parte de nuestro habla y de nuestra vida diaria. Pero también, una parte importante de responsabilidad pesa sobre el sistema educativo que acoge estas costumbres foráneas desde la educación infantil, de modo que nuestros tiernos infantes son capaces de conocer las interioridades de Halloween, una fiesta anglosajona, y no saber nada de los huesitos de santos que preparaban nuestras abuelas. Todo ello ante el regocijo de las madres, que se afanan en preparar disfraces para la fiesta escolar. Y otra parte de responsabilidad pende, a mi juicio, de la banalidad en la que están sumidos nuestros jóvenes. Lo mismo da que sea una fiesta celta, vikinga o tibetana, lo esencial es la fiesta: tener un motivo para echarse a la calle, para beber y divertirse, para deambular hasta que la luna, aburrida de tanta superficialidad, decida ocultarse hasta el día siguiente.

Y así, con este tipo de cosas, nos luce el pelo. Las calles se llenan de niños que piden golosinas por las casas y tiran huevos en las fachadas a quienes osan negárselas, y los jóvenes se disfrazan para apurar la diversión entre jolgorio, risas y gin tonic. Y mientras tanto, ignoramos no solo nuestras tradiciones, las que forman parte de nuestra cultura, sino también a nuestros verdaderos "muertos vivientes", a nuestros zombies parados que deambulan aturdidos ante la incapacidad de encontrar trabajo y de llevar una vida con un mínimo de dignidad. Nuestros seis millones de "muertos vivientes" sí que son un buen argumento para disfrazarse de vampiro o ponerse unos afilados colmillos o coger la guadaña o hacer malignos hechizos y comenzar, de una vez por todas, el aquelarre que ponga fin a este tiempo estúpido, banal e insolidario que nos ha tocado malvivir.

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