URGENTE Pedro Sánchez se retira de la vida pública hasta el 29 de abril para pensar si seguirá de presidente del Gobierno

Hablando en el desierto

FRANCISCO / BEJARANO

Platos para el olvido

LA afición a la cocina extravagante con pretensiones de refinada tiene su origen en el aburrimiento de poder comer todos los días varias veces. La comida elaborada y el ritual que la acompaña son signos de civilización, igual que celebrar las fiestas y los acontecimientos de la vida comiendo. Algo oculto sin llegar a inconfesable mueve a los dados a inventar nuevos platos que no se les ocurrieran, de Apicio a la marquesa de Parabere, a tantos ilustres recopiladores de sus experiencias culinarias en libros, algunos de ellos martirio de coleccionistas por difíciles de encontrar. Los platos que no vengan en los grandes libros de cocina avalados por el tiempo, no hay por qué llevarlos a la mesa para poner a prueba las dotes adivinatorias de un invitado desprevenido. El refinamiento no puede ser impostado ni forzada la originalidad.

Comprensión no nos falta para entender que los cocineros de los restaurantes al día quieran ganar clientela y compitan con otros para conseguir los platos más incomprensibles, pues va en ello la notoriedad de su establecimiento por el prestigio efímero que dan las modas, y porque nunca han de faltar quienes quieran pasar por finos delante de los amigos comiendo rarezas. En los tiempos antiguos ya se hacían estos experimentos: si los ruiseñores eran insuperables en el canto, comerse sus lenguas debía ser también un placer insuperable; si una piedra preciosa de rara perfección era de admirar, triturada y mezclada con vino traspasaría sus cualidades al bebedor. En el precio estaba el secreto, como el de los huevos fritos con monedas de oro del gran duque de Osuna. Las comidas son como los fármacos: un medicamento no es más caro porque cure mejor, sino por lo costoso de obtener en los laboratorios.

Comprendemos igualmente el interés de los progres enriquecidos por la comida, no por pujar en las subastas por una lámpara holandesa o un primitivo americano. La comida, por cara y caprichosa que sea, desaparece, mientras que la lámpara y la pintura serían baldones burgueses permanentes. Y tienen nuestra comprensión quienes desean dar que hablar con platos indescifrables, pero lamentamos el empleo de inteligencia y esfuerzo en empresa de un día. Todos estos platos se olvidan. Los recordamos al comentarlos con elogio poco después, pero no volvemos a probarlos nunca por propia voluntad. Pronto no queda ni el recuerdo de la salsa que animó una carne insípida.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios