Alfredo Asensi

Poesía en llamas

Singladuras

07 de noviembre 2013 - 01:00

EL poeta, el filósofo, el sinfonista, el creador de formas plásticas agotan tiempo y fuerzas en la búsqueda de una pauta expresiva, de un código lingüístico que les ayude a cifrar, a traducir, a revelar las más arduas complejidades de este trayecto único y contradictorio al que llamamos vida. No hay arte sin cuota de misterio, sin una proporción de dolor, sin una cuña de angustia. Un arte plenamente feliz es un arte con trampa o menor de edad. El poeta es como el viajero de espaldas de Friedrich, enfrentado a un mar de nubes, asomado a una inmensidad fascinante y peligrosa, desafiante y pequeño, precariamente apoyado en un bastón, gloriosamente mortal. La simbología poética visual abona la red de significados del cuadro. En la poesía escrita la imagen es un recurso de trascendencia connotativa, un vehículo hacia otros registros, una posibilidad de elevación que conecta con las esencias más dichosas del género. Hay imágenes ociosas o gratuitas (y no por ello desechables) y hay imágenes determinantes. Una de ellas es la que preside el último poemario de Manuel Gahete, El fuego en la ceniza, y alcanza el sugerente logro de resultar al mismo tiempo hermosa y precisa, de anudar el hallazgo estético y la intención conceptual. El libro es una travesía por tres escalas de vida, por tres estrofas de experiencia definidas por el poeta como la pasión doliente, el alma esclarecida y la consumación, crónica de una navegación por el amor y el dolor a través de un expresionismo íntimo y versátil en el que versos como "la fauvista memoria de tu vientre" conviven con sonetos de temperatura clásica, juegos de lenguaje, vibraciones de una memoria incitada a la evocación de sensualidades temblorosas y carnales y una balada casi lorquiana. El poeta camina de la mano de Fernando de Herrera y descubre qué cerca están los gozos del encuentro del sanguinario vértigo del alejamiento, la certeza en la hora nítida del abrazo de la duda indecorosa del anochecer. Recorre un pavimento de paradojas y contrastes, de silencios en asedio, de contraluces, en busca de un fuego último y primero, quemante, prodigioso y salvador. Un fuego que es luz, piel, sangre y palabra, y al que se llega en un crescendo que implica una dolorosa e irrevocable aventura de conocimiento y reconocimiento. Viajero de espaldas enfrentado al mar de nubes, el poeta acaso cierra los ojos para apresar la caprichosa intuición de que todo lo que necesita saber lo lleva dentro.

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