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Que unos políticos decidan quiénes son los mejores andaluces manifiesta una mentalidad paternal

Desde una institución pública, distinguir reconociendo sus méritos y su comportamiento ejemplar, a una serie de personas tiene siempre un valor pedagógico. Y puede servir de estímulo en una tierra, como Andalucía, necesitada de tales incentivos. Pero, cuando tales concesiones vienen acompañadas de una ceremonia un tanto espectacular, existe el peligro de un mayor enfoque y detención en las autoridades que conceden los premios que en los premiados. Quien está acostumbrado a mandar gusta, además, de aprovechar cualquier posibilidad de brillo, y le cuesta, incluso por un día, ceder su protagonismo en ocasión en que deben tenerlo otros. Pero aún existe otra preocupación mayor, colindante con ésta, que también afecta a la Junta de Andalucía. Desde hace ya bastantes años, la mayor parte de las instituciones políticas nacionales delegan, en comisiones públicas e independientes, la selección de los que han de ser distinguidos. Los miembros de esas comisiones han de contar con alguna especialización que justifique su nombramiento. El trasladar al mundo exterior del poder político la responsabilidad de elegir los premiados, no solo crea una imagen necesaria de respeto e imparcialidad, también –y esto es importante– extiende y compromete a la sociedad civil (de donde proceden los jurados) en el acierto de las decisiones tomadas. En Andalucía, sin embargo, ni los políticos de gobiernos anteriores, ni los actuales, han hecho el menor gesto para desprenderse de unas prerrogativas que le permiten encerrarse en sus despachos, y, a su buen criterio, repartir medallas y bendiciones. No se trata de poner en duda las excelentes cualidades que han acompañado hasta ahora a los que ha sido otorgada tales distinciones. Pero esta actitud –marginando otras opiniones de la sociedad andaluza– dice mucho de los resabios un tanto autistas que perviven aun en la vida política e institucional de estas tierras. Que, como un eco del antiguo despotismo ilustrado, unos políticos, desde su exclusiva perspectiva, sin más mediaciones, decidan quiénes son los mejores andaluces, sin pedir su parecer a los andaluces de la calle, manifiesta una mentalidad paternal desaparecida en gran parte de España. Abandonar el aciago rango que Andalucía ocupa en cuestiones económicas y sociales, entre las regiones españolas, no es tarea fácil. En cambio, decisiones de este tipo, en apariencia meramente formales, elevarían el orgullo de los andaluces acerca de sus propias instituciones. Bastaría con darle más voz, en casos así, a la sociedad civil andaluza para que ejercite su opinión.

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