Llevo ya muchos días oyendo expresiones que coinciden en lo mismo. Las escuchas en la cola del supermercado, en el transporte público o cuando te cruzas con alguien. Todo el mundo acusa mucho cansancio y se queja del carácter agotador de las fiestas que acaban de terminar, este intenso recorrido de dos o tres semanas que, no solo tiene sus conocidas y obligadas fechas principales, espaciadas casi sin tiempo para recuperarse, sino que suele estar también trufado de no pocas citas extras: comidas de amigos o empresas, encuentros con amistades o familiares que vuelven a casa… una agenda abierta a la improvisación y en la que no cabe ningún hábito regular que no sea el de reunirse, mayormente para comer y beber. Dentro de este frenesí, es bastante común quien avanza su intención de pasar las próximas fiestas lejos de casa -lo de una isla suele ser muy recurrido-, algo que entiendo como producto de ese mencionado cansancio, más que como proyecto real. Lo cierto es que el personal parece demandar una vuelta a la normalidad, a una cierta regularidad en la que el trabajo, por una única ocasión, se muestra como un refugio, una liberación y no una condena. Es tiempo también de buenos propósitos, como si nuestra conciencia judeocristiana nos exigiese una expiación por tanta desmesura. De alguna u otra forma, parece demostrado que nuestro organismo y humana condición nos reclaman un cierto orden, esos hábitos horarios a los que nuestro reloj corporal, tan maltratado estos días, está acostumbrado. Siempre he defendido que es necesario perseguir la rutina, porque su ruptura no depende de nosotros mismos y suele venir sobrevenida. Lejos de la imagen negativa que le acompaña, peguémonos a esa rutina para poder mejor disfrutar de las calas que -no les quepa la menor duda- se abrirán en ella. Su cuerpo, de seguro, se lo agradecerá.

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