Alberto Núñez Seoane

Septicemia

Tierra de nadie

10 de abril 2023 - 01:58

Define el diccionario: “la septicemia es una afección que pone en riesgo la vida cuándo la respuesta del cuerpo a una infección provoca daños en sus propios tejidos”. Podría haber estado buscando, durante horas, un más idóneo paralelismo con el asunto sobre el que voy a escribir: no lo hubiese encontrado.

La clase dirigente, en democracia, los políticos, está ahí para administrar, con honestidad y lealtad, los recursos que generan los ciudadanos, procurándoles una mejor calidad de vida, seguridad, futuro y protección, tanto del débil ante el más fuerte, como contra las posibles amenazas externas que pudiesen presentarse. Esta es la teoría -Platón la detalla, de modo magistral, en su obra “La república”-, luego, en muchos de los casos, entre ellos la España de hoy, que es el que más me preocupa, afecta y duele; sucede que las cosas, no sólo no son de ese modo, que es el debido, por y para el que “ellos” están ahí, si no que la perversión, activa o pasiva, de los que ostentan el poder, ha corrompido de tal modo sus fundamentos, valores y objetivos, que no nos queda nada más que desasosiego, desolación y rabia, mucha rabia.

Es una grave desventura que va más allá de las preocupaciones cotidianas, de las inevitables frustraciones y de las esperadas decepciones, es un desdicha que cambia la vida, a peor, de los que estamos y de los que vendrán después; lo más trágico es que no tenía porqué ser así. No se trata de una catástrofe natural ni de una desgracia causada por un aciago destino, los responsables únicos son personas que han perdido, si alguna vez la tuvieron, la dignidad; esa “cualidad del que se hace valer como persona, se comporta con responsabilidad, seriedad y con respeto hacia sí mismo y hacia los demás”. Cuándo se pierde, se deja, por tanto, de ser persona; se convierte, quien lo permite, en un pedazo de carne ciego de ambición, insensible a la solidaridad, sordo ante la injusticia y muy ebrio de vanidad; no hay más responsable, no lo busquen, que quien así elije su actitud, más lamentable, despreciable e imperdonable cuanto más alto sea el peldaño, en la escala de poder, al que haya llegado el que así actúa.

Algunos se van de rositas, dejan la vida pública para reposar sus pendejadas miserables en lejanos paraísos, en grandes yates, mansiones de potentados y con cuentas millonarias: no “trabajaron” para “el pueblo”, lo hicieron para ellos; lejos de los impuestos patrios y mucho más lejos aún de la solidaridad predicada cuándo ansiaban mandar, a años luz del “pueblo” al que utilizaron, útil antes, molesto ahora, o del “camarada” al que dieron genuina y vulgar coba. Otros … caen, no tuvieron tanta “suerte”, no fueron tan hábiles o, simplemente, se pensaron “intocables”.

La caída de los que estuvieron muy arriba, cuándo las evidencias los llevaron hasta el banquillo de los acusados, gozaron de todas las garantías procesales, pusieron, de modo vergonzoso, todas las trabas posibles para que la Justicia no realizase su labor, y, aún así, fueron condenados, es decir: fueron declarados culpables; es decir: son delincuentes; debiera ser -su caída- ejemplo para que su miseria no sólo no sirviese de ejemplo, si no que fuese escarmiento útil para quitar las ganas a otros “salvadores de la patria” por venir; sin embargo, si los que mandan son de la “familia” de los que condenados fueron, las cosas pueden no resultar como en Derecho, Justicia y dignidad debieran, más bien todo lo contrario, opuesto e insultante.

La infamia del favoritismo, soterrado o, si la desvergüenza llega a niveles insostenibles, a cara descubierta, vuelve patas arriba uno de los pilares sobre los que descansa la democracia y se hace factible la libertad: aquello de que “todos somos iguales ante la Ley”.

El acceso al poder conlleva privilegios, asumibles por el resto de la ciudadanía hasta dónde la sensatez, la prudencia y la decencia marcan límites; pero también exige una responsabilidad añadida, tanto en el cumplimiento de las obligaciones aceptadas con plena libertad, como, en su caso, de los errores cometidos; si de delitos hablamos, y si nos pusiéramos muy exigentes, la pena a aplicar debiera ser incluso aún mayor que la que se dictase, por el mismo delito, contra un ciudadano de a pie. Abandonemos, si así lo quieren, esta utópica idea, pero lo que no podemos abdicar es de que, merced a un repugnante y vomitivo nepotismo, el político malhechor obtenga un trato de favor que nos escupe a todos en la cara.

La sociedad en la que vivimos se podría semejar al cuerpo humano: piernas que sirven para movernos y avanzar, manos que usamos para trabajar y producir, pulmones que suministran la energía que necesitamos, sangre que la distribuye, corazón que mueve la sangre … y un cerebro que calcula, clasifica y dispone el orden por todos a seguir. Si caemos en la enfermedad y padecemos una grave septicemia, podremos, o no, seguir adelante; recuperarnos, o no; y vivir … o morir: dependerá de dónde se haya producido la afección, no será lo mismo si se trata de una mano -prescindible-, que de un órgano imprescindible. Bien, imaginen que afecta al cerebro…

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