Comprendo que, a estas alturas de las fiestas, no les queden ganas o los villancicos le salgan ya por las orejas, pero los despreocupo: mi invitación es, obviamente, intemporal. Porque, si cada año saco algo en claro de este ciclo es eso, que tenemos que seguir cantando. Por encima de los tintes que la celebración está adquiriendo, hay que continuar juntándose para entonar nuestro riquísimo coplerío tradicional, que hay que proteger y preservar de la mejor manera posible: cantándolo y propagándolo. Veo muy bien que la hostelería haga su agosto en estas fechas, a pesar del riesgo del botellón, que no creo que sea negocio para nadie. Me causa gran alegría, por otra parte, que se prodiguen los espectáculos flamencos (que no zambombas) de Navidad, y que los artistas jerezanos trabajen mucho en estas fechas, que el año luego es muy largo. Y, por supuesto, me llena de contento la tremenda proyección que la fiesta proporciona a la ciudad, aunque no deje de temer por su consistencia: las modas, ya sabemos, son perecederas. Por ello, y por encima de cualquier debate sobre una posible desvirtuación de nuestro modelo, insisto en que hay que seguir cantando, en reunión circular y aunque desentonemos, a la Calle de San Francisco, que es larga y serena; al marinerito ramiré, en su divina fragata; al curita, malito en su cama; a la Virgen, que lavaba, a San José que tendía o a los caminos, que se hicieron con agua, viento y frío, y tantas otras. Cantemos en familia o en vecindad, en peñas y en cualquier tipo de agrupación que se reúna con la sana intención de compartir estas letras tan ricas y evocadoras. Cerramos ahora capítulo, pero no perdamos nunca la costumbre por muy mal que nos vengan dadas. Es nuestro más rico patrimonio para los días pasados. Para los venideros, mis mejores deseos de salud y paz.

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