Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Soñé con él

FUE horroroso… anoche, soñé con él, soñé… con Sánchez. No me pregunten por qué, no lo sé, no me lo puedo ni imaginar; no se pregunten, tampoco, la razón por la que esa circunstancia se dio, no la hallarían; fue… desconcertante. Lo cierto es que, en medio de la noche oscura, en ese período de somnolencia profunda en el que no somos dueños de nuestros deseos pero si esclavos de nuestros temores, me aparecí recibiendo, en alguna parte, al presidente del gobierno.

Llegaba, saliendo desde un escenario en blanco -algo querrían mis ensoñaciones decirme-, con sus andares cimbreantes, exagerados, petulantes…; con su traje anodino -chaqueta corta, hombreras descolgadas, botonadura inexacta… ¡pieza mal cortada!, como, por otra parte, en él es habitual, otra paradoja más que añadir a las muchas que suponen el “sustento” de la actitud vital de este personaje-; con una sonrisa, la verdad, sí, de cine, pero tan hueca, sí, como hermosa, también. Miraba, a izquierda y a derecha, y otra vez a su izquierda ¡Cómo no…! Se sabía observado: ¡disfrutaba!, ¡se quería observado!: ¡gozaba!; avanzaba hacia mí, con gesto amable y conciliador. Yo, desde mi “puesto” de espera, no llegaba a entender la situación: ni sabía por qué estaba yo allí ni mucho menos atinaba a asumir el motivo por el que Sánchez, presidente de un gobierno que repudio, había llegado hasta mí, y lo había hecho para hablarme, para contarme, más bien.

De pie, no recuerdo si solo o en compañía de quien fuese, aguardaba, sin moverme, a que el presidente se acercase. Cuando llegó a la altura a la que me encontraba, alzó su mano derecha con la palma abierta mirando hacia mí y los cinco dedos bien separados -en clara invitación a que yo hiciese lo propio con mi mano diestra, para corresponder, al uso iberoamericano, al saludo al que me estaba invitando-; pues… así lo hice. Fue una cuestión de pura educación, no me planteé, en ese momento, que mis profundos y radicales desacuerdos con las decisiones, y con las no decisiones, de quien llegaba, tuviesen algo que ver con las más elementales normas de cortesía.

Sánchez enlazó su mano con la mía, la apretó algo… más bien poco; al mismo tiempo acercaba su cara a la mía, en señal de “intención de proximidad”, no la rehusé, pero, con cada uno de sus “amigables” gestos, me encontraba más perdido. No le había pedido nada -nada que no fuese, después de constatar, una y mil veces, sus desatinos, iniquidades y felonías, convocar elecciones de modo inmediato-; nada esperaba, tampoco, de quien me había dejado meridianamente claro que su objetivo, exclusivo e irrenunciable, no era otro que mantenerse en el poder, a costa de quien y de lo que fuese necesario para lograrlo. Pero él estaba allí, y, allí, estaba yo, con él…

Me invitó a caminar a su lado… No llegó a apoyar su brazo… izquierdo, sobre mi hombro… derecho, pero hizo ese amago que da a entender que era esa la intención que pretendía comunicarme.

Mientras avanzábamos hacia la sala acristalada que, unos metros más adelante, nos aguardaba, al tiempo que, de forma incongruente, evocaba lugares comunes y ensalzaba algunas de mis actitudes -claramente divergentes, opuestas, incluso despectivas y descalificadoras, con el modo de gobierno al que él me sometía-, inclinaba su cabeza y ensanchaba la amplitud de su sonrisa que, acompañada por el ceñir de sus párpados, intentaba, y conseguía, que nadie, que no fuese la conciencia que no tiene, alcanzase a penetrar las tinieblas de la ciénaga en la que se hunde el telón de acero que alimenta sus vanidades, porque… para desgracia de los no suyos, no es sólo una la que le puede.

Llegamos al salón, nos esperaba demasiada gente… ¿para qué? Unos saludaban, otros daban la bienvenida, aquellos separaban las sillas para que nos pudiésemos sentar con más comodidad… ¿?, estos se aprestaban a recoger los abrigos que nos quitábamos antes de tomar asiento… ¿?

Llegaron más… : ¿Quieren algo los señores, qué les podemos ofrecer, está bien la temperatura, necesitan algo…? Sólo, eso es lo que debía y tenía que suponer, íbamos a hablar de algo, aunque yo aún no supiese exactamente de qué ¿A qué toda aquella parafernalia, a todas luces excesiva? ¿Por qué todo aquel montaje superfluo añadido a una simple conversación, aún sin contenido concreto ni determinado? ¡Aaaay, Alberto!, ¡qué ingenuo, qué iluso, que crédulo…!

Me hablaba, decía lo que suponía yo esperaba escuchar. Si callas lo que piensas, pero dices lo que no, cualquier “argumento” es factible: atenerte a la verdad no es una barrera que te impida elucubrar, asentir, prometer…

Pasaba el tiempo, yo no sabía muy bien lo que había sucedido; no estaba seguro de que es lo que me había asegurado, que lo que había supuesto y a que se había negado, si es que lo había llegado a hacer. Mi confusión era total… llegué a sentirme cómodo, a creer que me prestaba atención; por momentos, me pareció hasta razonable… ¡Resbalaba, caminaba por terreno que no acostumbro a pisar, él, por el contrario, estaba en el suyo.

¡Desperté! Me froté los ojos con el envés de mis dedos índices: ¡había sido una pesadilla, menos mal…! Desperté, del todo: volvía la pesadilla real, de la que no se sale cuándo se abandona el sueño que la cobija porque no pertenece al mundo onírico, es la desesperante realidad.

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