Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Gestoría Prieto, más de medio siglo en el barrio de San Pedro (y II)
El guarán amarillo
Muy sesuda yo, pensaba hoy dedicar estas palabras del lunes a los debates políticos. Sí, a esos espectáculos de la política en los que, a golpe de mentiras, cinismo, interrupciones, insultos e incoherencias, resulta que no hay ningún ganador, sino que perdemos todos. Iba a dedicar otra vez un ratillo a tratar de explicar que no se avanza perdiendo derechos, sino profundizando en ellos; que no se puede gestionar aquello de lo que uno es enemigo (lo público, un país europeo, una sociedad moderna y desarrollada; unos derechos humanos en los que no se cree…); que no se avanza restando y excluyendo, sino sumando e incluyendo… Lo demuestra la historia cuando no se la tergiversa a conveniencia ni se la usa, deformada, para otros fines.
Pero he visto en la prensa que se ha muerto Ibáñez y se me ha roto algo muy dentro. Algo pequeñito, seguramente, pero que ha sobrevivido al paso de los años y que permanece dentro de mí como la semilla que está en el fruto para recordarle su origen. Se ha ido Ibáñez y se ha ido con él esa patulea de gente rara y alborotada que pobló mi infancia: el botones Sacarino con sus equívocos y despistes; el miope Rompetechos con el que nos identificábamos todos los “gafúos” de la escuela; la portera alcahueta, el ratero, los niños traviesos, el moroso y todos los okupas ilustrados del 13 Rue del Percebe; los inefables Pepe Gotera y Otilio, con sus chapuzas y sus desaguisados; el creativo profesor Bacterio y el inefable Mortadelo, que siempre fue mi favorito…
Se ha ido Ibáñez y se ha llevado las tardes de los sábados en las que, con la anhelada paguita de la semana, mis hermanas y yo íbamos al quiosco de madera, camino de la playa de Levante, a comprar tebeos que luego leíamos y releíamos hasta la memorización. No es cierto que aprendiera a leer con ellos, que para eso ya estaba Sor Catalina en el colegio, pero sí que me convirtiera, a través de sus páginas, en una gran aficionada a la lectura. Y al dibujo, aprendiendo que cuando alguien corre mucho aparecen circulitos tras sus pies y que cuando uno se enfada por su boca salen serpientes y hasta yunques de hierro. Con los personajes de Ibáñez aprendimos todos que alguien puede disfrazarse de camello y conservar sus gafas y su nariz sin que nadie se dé cuenta (¡ojo con esto!) y que la bondad nos salva, al final, de los mayores desastres y las peores calamidades.
Se ha muerto Ibáñez y han vuelto a mi memoria las tardes de lectura solitaria y soleada en la azotea de mi casa y la felicidad que experimentaba cuando, por mi cumpleaños, me regalaban uno de esos libros gruesos de portada dura que atesoraban centenares de historietas. Tebeos con los que disfrutar entre chistes, chascarrillos y moralejas, prestados y hasta permutados con los amigos, extremadamente valiosos en un mundo en el que el aburrimiento nos construía como personas.
Se ha muerto Ibáñez y tengo la sensación de que se nos van los mejores y no ya no hay reemplazo. Debe de ser esto me temo, cosa de la edad.
También te puede interesar
Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Gestoría Prieto, más de medio siglo en el barrio de San Pedro (y II)
Desde la espadaña
Medios de comunicación
Cuchillo sin filo
Los riesgos del alpinismo
El Palillero
José Joaquín León
Sara Baras en la Copa América