El balcón
Ignacio Martínez
Sota de Espadas
Confabulario
Lo leíamos ayer en estas páginas. Una pequeña ciudad japonesa –Fujikawaguchiko– ha decidido extender una cortina para que los turistas no puedan fotografiar el monte Fuji. La cortina es de 2,5 m de alto por 20 de ancho, y viene acompañada de barreras disuasorias para que el visitante no entorpezca el tráfico peatonal y rodado. Hay que reconocer que la solución es un tanto dramática y algo chapucera; pero resume bien el hastío que producen los excesos del turismo. Al extrañamiento y masificación de la vida diaria, se añaden problemas mucho más graves: la disminución del vecindario, el encarecimiento de los inmuebles, la distorsión del comercio local, así como una realidad contraria al propio concepto de ciudad: la posibilidad de que el vecino –gente mayor, en muchos casos– se quede sin vecinos a quienes acudir o con quienes relacionarse.
Ver a un veneciano autóctono deber ser algo tan difícil como contemplar un lince en Doñana. Esta evidencia obliga, por ello mismo, a la defensa de ambos. Por otro lado, los inconvenientes del turismo vienen compensados por numerosas ventajas, no solo económicas. El turismo es uno de los fenómenos sociales más extraordinarios y populares de la segunda mitad del XX, y no se trata tanto de prohibirlo (todos somos turistas en algún momento del año), como de ceñirlo a una escala humana, donde los lugareños (todos somos lugareños durante la mayor parte del año), no se vean obligados a hostigar al turista, para que deje de importunar en la vida cotidiana. Tengo sobre mi mesa las maravillosas Estampas del Gran Japón, en la edición que hizo Antonio Molina Flores en 2016, y en ellas asoma ya un Japón industrial, el Japón colorido y exótico de 1877, donde el monte Fuji aparece triunfal en una de sus láminas. En puridad, no hay una distancia relevante entre el vértigo fabril de estas estampas del XIX y el ocio del asalariado actual, que ha llevado a ocultar la vista del volcán para salvar, digamos, la convivencia entre vecinos.
El problema, en todo caso, no es solo ni principalmente cuantitativo. Uno ha admirado con melancólica envidia los magníficos escaparates de Florencia y Venecia, ciudades architurísticas. Esta conciencia de la imagen propia no es algo, sin embargo, que aquí parezca valorarse. Tampoco el desordenado aflujo de viviendas hoteleras, que pudieran convertirnos en una ciudad cara e inhóspita. Debe haber algún término medio entre la cortina del monte Fuji y la belleza estragada de Venecia.
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