Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

El destierro de la lealtad -I-

No es por causa de ella misma, de la lealtad: no es responsable de su desoladora ausencia. Ella, la lealtad, se instala en la actitud de quien le da sentido: las personas; o nace con el carácter de quien la atesora. Si no está no debemos buscar en ella el motivo, si no en quien o la desconoce o la proscribe.

La etimología de nuestra invitada de hoy tiene sus raíces en una lengua nacida en la región de la península itálica, en la que se desarrolló Roma, llamada: el Lacio, se la conocía como “Latium”, de ahí el origen del vocablo “latín”. Y, en latín, “legalis” quiere decir “respeto a la Ley”, y de “legalis”, “lealtad”: respeto y fidelidad hacia una persona, sentimiento, compromiso, principio moral, o comunidad.

Antes de dialogar con ustedes sobre la desventura que el abandono a la lealtad supone para las relaciones entre las personas que convivimos en una comunidad, o en la sociedad en general, para la salud de los sentimientos, el bienestar emocional o la preservación de valores y principios sin los que a nada, ni bueno ni de provecho cierto, podemos aspirar ni esperar; he de pensar y examinar una circunstancia que, a mi entender, se plantea esencial, es decir: básica, primordial, cardinal o fundamental, la insistencia, lo es para evitar cualquier duda o vacilación al respecto.

Esta circunstancia, a la que acabo de referirme, no es otra que, si bien entendemos, de modo instintivo, la lealtad como referida hacia el comportamiento de otra persona, o bien de esa otra persona hacia nosotros, estaríamos cayendo -creo- en un lamentable y puede que hasta trágico error, si así lo hacemos.

Para “entender” -es por aquí por dónde habría que comenzar- lo leal, deberíamos empezar por observarlo en nosotros mismos; para mantenerlo, tendremos que poder asumirlo respecto a la persona que cada uno quiera llegar a ser: si no sabemos, queremos y somos capaces de ser leales con nosotros, no será posible serlo con los demás, por lo que tampoco estaremos en la condición de exigirlo a nadie.

Y para llegar a ser leal con uno mismo -y ya les digo que, en mi opinión, no es nada que pueda considerarse como fácil-, hay una exigencia necesaria e imprescindible, aunque no suficiente: la coherencia. Me habrán leído, en muchas ocasiones, escribir sobre ella, pero es que la relevancia que, en mi criterio, tiene para la actitud que nos define, es del todo determinante. Sin ella no es posible, entre otras importantes cualidades, la lealtad; aunque, como acabo de apuntar, no es suficiente: hay que añadir, si coherentes somos, honestidad, decencia y nobleza, ¡ahí es nada!

La persona que se miente así misma, la que pretende engañarse perdonándose lo que no tiene perdón, consintiéndose lo que no permite al vecino, aplaudiendo lo que repudia en el prójimo, ocultando la transparencia que exige al otro, trastocando lo injusto en merecido, abdicando la sinceridad o aplaudiendo, para sí mismo, lo indigno como noble, en ninguna circunstancia ni bajo condición alguna tendrá acceso al conocimiento de la lealtad en su persona, lo que nos conduce a la evidente obviedad -valga la redundancia- de que jamás alcanzará a ser leal con nadie.

Ya dije: es harto difícil exigirnos; hacerlo en la medida de lo debido, sin cometer el flaco favor de embaucarnos, es tarea ardua, fuera de alcance para espíritus pusilánimes, caracteres frágiles o personalidades enfermizas, por consentidas, perezosas o egoístas.

Hemos de querernos, ¡claro que sí!, es justo, provechoso y necesario que así sea, pero no malentendamos el cariño, incluso el amor, a los seres que somos, con la estafa emocional que cometemos al consentirnos en exceso, malcriarnos a costa de quien nos soporta, o alentarnos en el error cometido, conocido y hasta repetido. Esto no es “querernos”, más bien que de “querer”, de envilecer se trataría. Podremos calificarlo con el adjetivo que más nos plazca, inventar la más oportuna de las excusas, argumentar con el pretexto menos fútil que creamos hallar; pero sólo estaremos siendo desleales con quien menos debemos serlo: nosotros.

La coherencia, pues, se muestra como el sendero, único, por el que caminar con paso firme en busca de la humanidad que necesitamos y de ese “tiempo perdido” -que con maestría sin igual desgranó Marcel Proust en su obra, genial e irrepetible-, y para conseguir sentirlo, disfrutar de él y, al fin, recobrarlo, de modo que sea un logro, no un padecer, vivirlo.

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