Uva fermentada

LAS cepas no tienen culpa de nada. Tampoco los romanos, cuando se dedicaron a enriquecer la bética con viñedos para poder saborear uvas en los divanes. Ni los Reyes Católicos, ni el Tío Pepe, ni la Tía María, ni Evaristo Babé, ni los toneleros, ni los camareros que son los que acaban por poner el catavino fresquito. En realidad no hay culpables, ni se trata de buscar culpables, pero a alguien habrá que meterle el dedo en el ojo y en la llaga de la vendimia del marco. Hasta los cascos de bodegas hacen labor social albergando maleantes, ratas y preservativos usados.

Lo que sucede con la manufacturación de la naturaleza y el uso indiscriminado de los bienes naturales es que acabamos como Adán con la manzana: metiéndose en problemas sin saber medir sus consecuencias aunque los de la zona podemos respirar tranquilos por no escoger una uva para engañar a Eva, porque en ese caso seríamos cómplices perennes de la desdicha de las parejas. Las drogas legales son las dueñas de nuestras vidas. La demanda de alcohol y de tabaco es exorbitada, y a nosotros nos toca muy de cerca. La autodestrucción de los jóvenes sobradamente preparados para destrezas como cargar con bolsas de mercadona y beber litronas al aire libre hace pensar sobre manera. Algo tan sencillo se nos está escapando de las manos. Claro que, los que respiramos zonas de bodegas, podemos ser acusados de ser productores de productos dañinos, de colaboración activa en grado de tentativa o de encubridores del delito judicial doloso de las funciones hepáticas. Los que estamos vendimiando pasamos fatiguitas de la muerte tomando el sol y sin coartada para desinhibirnos de cooperar en el aumento de las cifras de alcohólicos no anónimos que surten el planeta. Por una vez, y sin menospreciar lo del pan y el vino, preferiríamos ser panaderos de horno de leña a productores vitivinícolas de ocasión. Menos mal que la uva sin fermentar aún no crea adicción, pero al tiempo…