Viene sucediendo desde hace ya meses y con una pertinaz periodicidad semanal, la determinada por las sesiones de control al gobierno o las votaciones para las sucesivas prórrogas del estado de alarma que se celebran en nuestro Parlamento. Se han convertido en todo un espectáculo y de lo más lamentable. Me estoy refiriendo, como imaginarán, a la batalla dialéctica que protagonizan nuestros políticos en esas sesiones, que han rayado a unos niveles que vuelven a desacreditarlos para aquello para lo que fueron votados: la defensa de los intereses y preocupaciones de los ciudadanos. Rara vez, especialmente del lado de la oposición -que, obviamente, está en un papel que nadie le niega, otra cosa es cómo lo ejerza-, se han escuchado propuestas concretas o alternativas. Tan solo la descalificación, el insulto, en ocasiones soez, y una preocupante pérdida, no ya de la cortesía parlamentaria -qué antigüalla-, sino del más elemental respeto ciudadano. A ese juego también se han prestado miembros de un gobierno que estimo debe estar obligado a mantener las formas institucionales. Pero nada, la gente enfermando o muriéndose, las colas del hambre y la necesidad creciendo, y ellos y ellas a lo suyo, con saña y desparpajo. Qué maravilla. No me quiero imaginar el trabajo de los escribidores de esos discursos, obligados cada semana a buscar una vuelca de tuerca, un nuevo giro verbal, un ataque más novedoso o afilado, que seduzca a sus jefes. Vaya papelón. Si no fuera por la crispación y el enrarecimiento que, por poca atención que les prestemos, producen, por el desprestigio de la cosa pública que suponen y la peligrosa polarización que provocan, se diría que se trata una vacua dialéctica, pero no. Eso sería mucho para una clase política que está perdiendo todo atisbo de ejemplaridad y que, con esos comportamientos, se gana el desprecio de quienes los votamos. A mí, desde luego, así, no me representan.

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