...satanás, Luzbel, Lucifer, el Maligno! Con cualquiera de sus múltiples nombres, el diablo ha cobrado recientemente una inusitada actualidad de tanto como se le ha nombrado. Tengo que reconocer que este recurso a su figura me ha sorprendido de forma especial, sobre todo por las personas que lo han protagonizado: un exministro, un rector o así, un cardenal…Gente que se entiende preparada. Puede que, ingenuamente de nuevo, pensara que ello era cosa de un tiempo muy pretérito, el de una religión pre-trentina sustentada en el miedo. Personalmente, es algo que tengo asociado a una infancia y a una formación religiosa rancia y oscura, marcada por las amenazas del fuego eterno. El demonio, representado de rojo, con su rabo y su tridente, como amenaza para los niños malos. Afortunadamente, con el transcurso de los años, el tono de la misma formación religiosa fue evolucionando de manera tan radical como para entender la religión de forma positiva y alejada de temores. Fue en no mucho tiempo, unos ocho años o así, en los que permanecí en el mismo colegio -que, por supuesto, era confesional-, donde pude ser testigo agradecido de cuánto cambió todo. Siguiendo el tiempo, y desde una respetuosa laicidad, he seguido las evoluciones e involuciones de esta religión en la que fui educado. En diversos proyectos, tuve ocasión de trabajar de cerca con ejemplares practicantes católicos de diferente signo de los que recibí una imagen más que positiva de su práctica, que llevaban con una encomiable discreción. Una forma admirable de entender la religión, muy basada en principios humanitarios y solidarios, que es la que, por cierto, anima a tantos creyentes. Por eso, este renovado recurso al demonio y a su maléfica influencia, me preocupa por cuanto tiene de regresión en el tiempo y en el pensamiento. Toda una indeseable vuelta a los infiernos. Vivimos en el siglo XXI, y nunca más que ahora, ¡vade retro, Satanás!

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