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Postrimerías
Era el fin de siglo y quedaban sólo unos meses para inaugurar el nuevo milenio. La digitalización de los periódicos estaba ya en el horizonte, pero las ediciones impresas seguían siendo las únicas disponibles y los quioscos de prensa no habían dejado de ser quioscos de prensa. Con diferencias como la presencia del color en las páginas o la calidad de las fotos, el papel y la impresión, los diarios no se diferenciaban mucho de los que nuestros mayores o antepasados leían en la edad de oro de la linotipia, extendida a finales del XIX y prolongada hasta los años sesenta cuando el offset y la composición electrónica sustituyeron a la bella y prodigiosa máquina de Mergenthaler, con razón llamado el segundo Gutenberg. Incluso los cronistas todavía jóvenes habían llegado a retransmitir sus textos por vía telefónica, y a los colaboradores veteranos se les permitía seguir dictando sus artículos o enviarlos mecanoescritos. El fax, las viejas grabadoras, los teletipos, no habían desaparecido aunque convivieran ya con las computadoras y los móviles no inteligentes, muchos nos manejábamos aún sin correo electrónico e internet era para los no iniciados más una curiosidad que una herramienta de trabajo. El XXV aniversario de Diario de Sevilla lo es también del suplemento Culturas en el que algunos de los críticos que seguimos firmando en las páginas del Grupo Joly compartimos con los periodistas de la primera redacción el nacimiento de la cabecera, surgida de la matriz gaditana que con los años fue abriendo sedes locales en todas las provincias de Andalucía. Fueron dos años gloriosos en los que el equipo liderado por Carlos Colón, Alberto Marina y Juan Antonio Rodríguez Tous, siendo el segundo el alma del proyecto y su coordinador a tiempo completo, hizo un trabajo de considerable proyección fuera de las fronteras regionales. Podríamos llenar el artículo de nombres, citando a los compañeros de la primera hora, a los que se sumaron luego y a los que ya no están con nosotros, pero no corresponde historiar el periodo a quienes lo han vivido. Y ocurre además que para algunos de los integrantes de la nómina inaugural –Manuel J. Lombardo o Pablo J. Vayón, por ejemplo, responsables de las secciones de cine y música, continúan ejerciendo como excelentes críticos– ese pasado fue también un comienzo. Un cuarto de siglo después, todo ha cambiado mucho, pero el oficio de la crítica, aunque en tantos casos indistinguible de la publicidad, sigue teniendo el mismo sentido que entonces o antaño, cuando los operarios de los talleres, pura aristocracia obrera, se afanaban entre las emanaciones del plomo fundido y el olor de la tinta fresca.
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