Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

marcoantoniovelo@gmail.com

Luz de luciérnaga al final de la calle Valientes

La nostalgia tiene luz prudente de luciérnaga. La nostalgia se peina tirante hacia atrás para no dejar ninguna sombra de fatalismo en la frente del pensamiento. La nostalgia nunca se empalaga de ningún descaro atroz: muy al contrario: siempre alisa el rizo y el friso del in fraganti. La nostalgia, como así los malos momentos, aparece sin previo aviso, como a bocajarro, como una trastada del destino capaz de sentenciar sin la comparecencia de los testigos oculares. La nostalgia simula ser benedictina pero en puridad -por usar el anclaje verbal de Lope de Vega- siempre permanecerá “lamiéndose, a manera de manteca, la superficie de los labios seca”.

En la prórroga de los recuerdos la nostalgia nunca es prosaica. Por esta razón hoy regreso a la semilla de mi niñez por un fenómeno de convergencia acaecido días atrás que ha posibilitado en mí la dádiva del cumplimiento de la ley filosófica del eterno retorno. Azorín dijo y redijo que “vivir es ver volver”. Sí: “ver volver todo (…) como esas nubes que son siempre distintas y siempre las mismas”. Yo me pongo ahora mi jersey de rombos, los zapatos de suela de goma de calzados ‘Gorila’ y el chaquetón azul de cremallera de ‘La casa rosa’ para pisar de nuevo, en el pretérito perfecto de la compaña de mis padres y hermanos, el bar ‘La Salve’, que era recompensa anhelante de los fines de semana de aquellos intrépidos años de la segunda mitad de la década de los setenta: empujar sus gruesas puertas de cuadrículas en madera y cristal y… ¡hágase la alegría!

Bar ‘La Salve’ , esquina calle Valientes con Clavel, supuso una revolución de modernidad -tanto ambiental (tuvo su apogeo cuando la música pop encontraba la efervescencia en plena revolución punk) como gastronómica (merced a la magnificencia hostelera que al alimón lograron dos gerentes con las manos en la masa y a pie de barra que marcaron época al arrullo de su excelencia profesional: Antonio y Julio. Entre ambos se alienaron los astros. Ambos crearon escuela. Ambos se adelantaron a la actualización de la profesión. Como escribió Ramón Gómez de la Serna en su monumental obra ‘Pombo’: “Sólo el camarero puede disputar su grandeza al criado de Larra”. Julio y Antonio dejaron al criado de Larra en pañales). Bar ‘La Salve’ se asentaba sobre un local espacioso y acogedor a la misma vez, la clientela -de todas las edades- eran amigos entre sí y asimismo también sostenían amistad y confianza con los mencionados artífices de aquel establecimiento pionero -por ejemplo- en las mastodónticas máquinas de discos Jubebok cuya robotización interior te permitía elegir -como un Dj niño- temas de Bee Gees, Triana, Travolta, Boney M. o un novel Bertín Osborne de pelo anillado para que sonaran a capricho en el hilo musical de todo aquel edén de divertimento, chavalería, afinidad social y ninguna contraorden de una España abriéndose en canal a la transición de las libertades.

La manos de Antonio para la cocina eran hacedoras de bocatti di cardinale. En el Jerez de entonces, para encargar la lista de los mandaos semanales, Casa Paulino. Para las corbatas, JUVA. Para los juguetes, Álvarez. Y ‘La Salve’ para degustar la ensaladilla -tan artesanal, tan minimalista, tan fresquita, tan de mayonesa de autor-, el pez espada empanado -al toque de limón-, las hamburguesas -novedad por estos lares-, el cóctel de marisco, los “montaditos variados” y los riñones al jerez. Hacía furor, entre los chiquillos, el Bitter Kas, la Pepsi y la Mirinda. Ahora, como un atajo del tempus fugit, he pisado otra vez aquel suelo del bar de mi infancia, aquella luz de machadianos días azules. Allí mi querida cofradía de Loreto ha ubicado su nueva sala de Hermandad. La ley del eterno retorno, que señala al hombre con su designio de cal y asombro. La vida, que ata cabos y une localizaciones antes nunca imaginables. La luz de luciérnaga. La nostalgia…

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