La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¿Dónde está el listón de la vergüenza?
Confabulario
Según un informe de la UE, dedicado a la injerencia extranjera, parece que la presencia rusa en las cuestiones europeas no ofrece muchas dudas. Tampoco en lo que concierne al golpismo catalán y sus reuniones con militares y espías de allende los Urales, desveladas por The New York Times, y cuya benemérita finalidad no era otra que debilitar las democracias occidentales; asunto este que se repitió con el Brexit británico, así como con las elecciones francesas y estadounidenses. El caso, en definitiva, es que la vieja Rusia ha vuelto a jugar el Gran Juego, como hacía ya en tiempos de Kipling en el Asia Central, y como luego practicó en la Europa de entresiglos con la cuestión del antisemitismo (los Protocolos, etc.), o como más tarde haría con el agitprop comunista.
El Gran Juego se llamó a la guerra táctica y secreta con que se combatieron el imperio ruso y el inglés en la segunda mitad del XIX. Hoy en día, con el coloso chino en plena adolescencia (al final va a tener razón Spengler con aquello de que los imperios marchan, invariablemente, de este a oeste), parece lógico pensar que Rusia prefiera jugar sus bazas en Oriente Próximo y Europa, o incluso en ambos lados del río Pecos, que molestar a su vecino de abajo. Lo que parece obvio, en cualquier caso, es que dos de las mayores potencias del mundo son potencias poco o nada democráticas. Y que sus ganas de molestar acaso no encuentren demasiada oposición entre quienes las padecen. Lo noticioso, pues, no es tanto la esperable intrusión de Rusia y China en los asuntos del siglo, cuanto la apatía o la indiferencia con que se la percibe. Que el procés sea considerado un gesto libertario, y no una deplorable revuelta reaccionaria y antidemocrática, tal vez sea un ominoso fruto de la desinformación paneslava. Pero también, y en no menor medida, de la vaguedad y la impericia con que las democracias posmodernas valoran cuanto les amenaza.
Bien es cierto que, cuando digo democracia, me refiero a la única existente: la democracia burguesa, y no a los regímenes implantados en nombre del Pueblo (proletario o racial), que llenaron el XX de distopías sangrientas y que hoy vuelven a tener un notable predicamento. Los rusos ya probaron, de sobras, las bondades de ambos excesos. Lo cual no quita para que sus gobernantes hoy sufraguen, al parecer, a entrañables golpistas como Puigdemont, y a cuantos héroes patrióticos le acompañaron en su aventura. Son los daños, llamémosle colaterales, de este eterno Gran Juego.
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