Carlos Colón

Wittgenstein, Sierra y el Calvario

La ciudad y los días

La historia de la cofradía del Calvario es la del despojamiento exigido por su Cristo

04 de marzo 2024 - 00:45

Si Ludwig Wittgenstein hubiera visto al Cristo del Calvario en la Madrugada, o si ayer hubiera pasado por su besapié, habría recordado su frase memorable: “De lo que no se puede hablar es mejor callarse”. El Cristo del Calvario, hasta tal punto su presencia exige el despojamiento de todo, también de palabras, invita a callarse. Impone un silencio que no es olvido, indiferencia ante lo que no suscita devoción, provoca emociones o inspira palabras. Marca, por el contrario, el límite que excede las posibilidades del lenguaje. Solo Juan Sierra, que fue nazareno suyo atrapado por ese algo inexpresable que hace su carisma, ha logrado encontrar las palabras justas, las únicas, que sobre él pueden decirse: el poema sobre el tránsito del Calvario por la Catedral y el artículo El esparto, en el que contó por qué se hizo hermano del Calvario.

Veía la Madrugada con Manolo Sánchez Pizjuán y Alejandro Collantes. “Acaba de pasar la Macarena –escribe– y todavía flotaba en el ambiente esa espuma de claridad que va dejando el tránsito de la Virgen maravillosa”. Empezaron a pasar “unos nazarenos negros con cinturón de esparto” trayendo un Cristo muerto. Su cabeza “agachada y humilde, enlazaba bellamente con todo lo cóncavo del cielo” y su figura “taladraba el aire de la noche”. “Al día siguiente, Alejandro Collantes y yo formamos el decidido propósito de hacernos hermanos de aquella cofradía”. Muchas Madrugadas –“sequedad, soledad”– salieron en ella “embutidos en nuestro esparto, humildes y silenciosos”.

Sequedad, soledad… La historia de esta cofradía es la del despojamiento exigido por su Cristo del Calvario. Fue la primera que sustituyó el oro de los canastos por el rigor de la caoba, la primera que sustituyó candelabros o faroles por la severidad de los hachones, la primera que quitó la orla de las convocatorias –un hallazgo de los Sáenz de Gráficas del Sur: tres generaciones de hermanos del Calvario– por una desnudez solo presidida por el magnífico dibujo de la cabeza “agachada y humilde” del Cristo y la única que hasta hoy, y así por siempre sea, no adoptó el monte de claveles, dejando a la vista la roca que da nombre al Cristo, solo ornada por algunos lirios dispersos, como dejados caer. Lo mismo exige con las palabras. Mejor callarse. O decir solo las precisas, cuantas menos mejor, como si fueran los lirios sueltos de su paso o los claveles confinados en sus dos jarras.

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