Contra el aburrimiento

Un buen negocio sería comprar (a precio de saldo) el tiempo de aquellos que se aburren tanto

Cumplí años, ¡otra vez! Cada vez los cumplo más y más pronto. En el frenesí de llamadas y toques por distintas redes sociales, alguien me dijo: "¡Qué día más entretenido estarás echando!". En efecto, lamenté, y se salvaba porque el cariño de los amigos es un tesoro, pero entretenerme nunca fue uno de mis objetivos vitales. Tampoco "echar fuera el día", cuando yo lo que quiero (para eso llevo un diario) es meterlos dentro. Ni aspiro a divertirme, que me aburre. La vida es demasiado corta para ir buscándole atajos, que, como suelen los atajos, terminan haciéndose más largos.

Aunque no sé cuántos años hace, decenios, que no me aburro. Quizá el secreto estribe en que no me empeño nada en divertirme. La diversión es siempre un medio, nunca un fin; un subproducto (muy frecuente) de otras actividades y objetivos. Por supuesto, tengo horas muertas en salas de espera, trabajos insufribles, trámites burocráticos o compañeros de viaje charlatanes. Pero en esos casos tampoco me aburro: me desespero, que es una pasión poderosa. Hay que tener muy claro que matar el tiempo es un suicidio a medio plazo. El tiempo que intentas matar se revuelve. Porque, como quería Borges, somos tiempo.

Hay que colocar barreras frente a las emboscadas del aburrimiento. No ir a un médico sin un libro, no charlar con un locuaz sin desconectar un poco, no hacer un trámite burocrático sin conspirar contra el positivismo jurídico…

Soñé alguna vez un negocio que consistiría en comprar el tiempo de aquellos que se aburren a cambio de la diversión excedente que acumulan inconscientemente los que nunca tienen tiempo. El negocio es redondo y el beneficio mutuo. Lo complicado es el manejo de la materia prima. En la mili, un compañero de armas, barría por mí lo que me tocaba, porque él se aburría mortalmente y vio con asombro que yo disfrutaba mucho y de verdad leyendo escondido y tumbado en un búnker del arsenal. Detectó que no lo hacía para escaquearme de barrer, lo que nunca me habría permitido, sino por el gusto de hacer un esfuerzo superior, intelectual, que él admiraba (de lejos). Yo llevo veinte años admirándole su gesto.

Pero tanta generosidad es rara en quien se aburre. No porque los que se aburren sean egoístas, ojo, sino porque la generosidad extingue el aburrimiento de un manotazo, que es exactamente lo contrario. Yo querría muchos aburridos como aquel inolvidable compañero, mecenas del tiempo.

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