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Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 36. Parte II)

Isabel de Baviera, la emperatriz ‘Sissi’ de Austria y Hungría (1837-1898).

Isabel de Baviera, la emperatriz ‘Sissi’ de Austria y Hungría (1837-1898).

-Nunca creí que pudiera atreverme a mentir a Su Majestad –se dolió-, pero lo haré por su bien. Tiene tendencia a la depresión y no sé si esto convendrá a la salud de su mente… No, no creo que pueda resistir oír la voz del príncipe Férenc-Rodolphe. Pensará que es una aparición.

-Cuente con mi discreción, condesa –respondió Jacobo.

El profesor von Pfänder se despidió diciendo: “Estoy deseando llegar a Alemania para contar su invento a mis colegas. ¡Una fuente que hace recordar sin que quepa ninguna duda la voz alguien… Y, además, perfectamente afinada!... ¡Unglaublich, unglaublich!"

Jacobo pasó los dos días siguientes visitando la isla y las demás que formaban con ella el archipiélago de Diapontia, en las islas Jónicas.

El relieve era muy accidentado en la parte septentrional; no tanto en la meridional, donde incluso se veían llanuras.

Llegó a Lefkimmi, un pueblo de calles empedradas, casas enjalbegadas de colores vivos y preciosas iglesias ortodoxas. El mercado era un bullicio enorme, porque los tenderos voceaban las prendas de sus frutas, carnes y verduras como si las estuvieran pregonando para que los oyeran los habitantes de las islas vecinas. Fuera ya del mercado, en una de las calles que desembocaba en el canal que cruzaba el pueblo, Jacobo encontró una librería en la que compró papel y sobres, que usó por la tarde para escribir una carta a sus padres y otra a Mencía.

Mientras escribía a Mencía le vino a la cabeza una idea que no era nueva, pero que hasta ese momento había querido desechar: ¿Y si ella había dejado de sentir lo que sentía por él y se había casado con el hijo del conde de Henestrosa, como decía su padre que ambas familias tenían convenido?

Hacía mucho tiempo que él se había marchado a Italia y jamás había recibido ni una carta de ella que le diera certeza de que lo seguía amando.

Había leído en algún libro que ausentarse del lado del amado es pedirle que ame desde el recuerdo, y que la mera memoria es pobre base para sustentar un amor. Lo cierto es que ni sus éxitos, ni la fortuna que había ganado con su invento parecían ser valores suficientes para ella, porque nunca le había escrito alentándole en sus experimentos o alegrándose de que hubiera triunfado.

Comenzó a dudar. El que ama cree que es amado en la misma medida, pero ¿esa creencia es cierta o es un puro espejismo –otro más– del amor? ¿El hecho de que él hubiese desechado volcar su amor sobre otras mujeres –lo de Giovanna no era amor– implicaba que ella hubiese hecho lo mismo? Hasta ese instante su amor había llamado cada día al de Mencía desde lo más hondo de su ser y creía haber recibido respuesta, pero ¿no se habría confundido y esa respuesta no era más que el eco de su propia llamada?

Con estas dudas tan dolorosas terminó de escribir la carta y después se acostó. Se dijo que iría a Roma a recoger sus cosas y volvería después a España, a casa de sus padres.

Era media mañana cuando el coche real lo recogió en la puerta de la casa de Abrami. Llegó al palacio y vio a la condesa hablando con un hombre elegantemente vestido que sostenía unos planos en la mano.

Al advertir ella su presencia, se despidió del hombre y esperó a que Jacobo llegara. Lo hacía admirando la belleza de aquel muchacho y su porte distinguido. “No se equivoca Su Majestad cuando dice que tiene madera para hacer de él alguien con dignidad de noble”, se dijo.

–Su Majestad me ha pedido que la avisara en cuanto llegaras.

Se dio media vuelta y entró en el palacio. Al poco, apareció la emperatriz, envuelta en un vestido de seda negra. Se cubría con un sombrero también negro. Como llevaba las manos cruzadas sobre el pecho parecía –tan alta, tan delgada y tan triste- un chopo calcinado.

–Buenos días, Jacobo –dijo con voz serena–. Ya la condesa me ha contado algo sobre el milagro de tu invento. Estoy deseando verlo.

–Gracias, Majestad –respondió Jacobo–. En cuanto gustéis.

Se dirigieron los tres hacia el lugar en el que la emperatriz había mandado instalar la fuente. Cuando llegaron, Jacobo se dirigió al cuarto de máquinas e hizo los ajustes necesarios.

Como estaba ya afinada solo tuvo que empezar a mover sus dedos sobre los orificios del anillo de aluminio.Oyendo aquella voz templada pero viva que entonaba Dammi i colori, la emperatriz tembló de emoción y así siguió hasta el final del aria.

Realmente, no era la voz física del príncipe, pero era el reflejo exacto de su timbre, su color, su volumen, su espesor, su mordiente, su vibrato… entonando Damni i colori. La emperatriz, deslumbrada por su propia emoción, atribuía esa asombrosa coincidencia al talento de Jacobo, pero se equivocaba porque, si bien es verdad que había ciencia y una técnica portentosa en aquel artilugio, su gran prodigio estaba en algo no imaginado siquiera por su inventor: su habilidad para atrapar a quienes oían sus chorros en la trampa del tiempo.

En ella había caído –como habían caído antes el conde Veszprém-Kaposvár y hasta Farinelli– la emperatriz. Y es que cuando alguien, sea noble, genio o mendigo, se sienta en esta orilla en la que vivimos con el tiempo en el cuenco de la mano descubre en él infinitud de primaveras, tardes de oro y noches incendiadas, pero muy pocos chaparrones y, menos todavía, hojas muertas. Las cosas de los hombres son así: el tiempo nos habla mucho, pero pocas veces para recordarnos que el corazón también se para.

Lo que la emperatriz oía no era propiamente la voz de su hijo, sino el recuerdo, saturado de miel, que de ella tenía. En esto estaba, sobre todo, como decíamos, el prodigio de la fuente de Jacobo: no en replicar fielmente una voz, sino en evocarla cuajada de la perfección con que la nostalgia reviste todo.

–Verdaderamente –dijo mirando a Jacobo–. Mi admirado Beethoven tenía razón cuando decía que la música es mediadora entre los sentidos y el espíritu. Nuestro primo, el conde Veszprém-Kasposvár, me dijo que la condesa lo había definido como la música del agua, pero para mí es mucho más: es un triunfo, el triunfo sobre su propia muerte de mi hijo.

Se quedó en silencio. Miró hacia la bahía que, a esa hora, parecía un óvalo candente. Al fin, dijo:

–Te estaré eternamente agradecida.

Jacobo no sabía qué responder. Le imponía extraordinariamente aquella mujer que soportaba un dolor más grande que su corazón. La sociedad de toda Europa la veía como un océano de belleza y elegancia, cuando no era más que un arroyuelo de pena. Acertó a decir:

–Si mi fuente es un consuelo para Su Majestad me doy por bien pagado.

La condesa sonreía tiernamente mirando a su señora. Se estaba diciendo que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, no parecía estar vencida por la angustia y la tristeza.

–No es suficiente pago –respondió la emperatriz con un apunte de sonrisa–. Los asuntos de dinero los tratarás con mi administrador… O mejor con la condesa, que mi administrador es demasiado celoso en su trabajo. En cualquier caso, tengo para ti otro tipo de compensación del que ya hablaremos después de comer. Ahora debo atender una visita. Me hubiera gustado que fuera tu reina para que pudieras conocerla, pero hoy tenía recepción en el palacio de los reyes de Grecia. Cada vez me alegro más de haberme apartado de la vida cortesana.

Jacobo no sabía qué decir. Le costaba hablar de dinero, sobre todo desde que era rico. Había llegado a pensar que quien debía cobrar era Ferretti, puesto que era él quien construía los tubos de aluminio. Él solo aportaba al ingenio una idea, sus conocimientos de música y la destreza de sus dedos.

La emperatriz se dio media vuelta y se perdió entre la umbría que formaban los cipreses como una sombra más. La condesa hizo el gesto de seguirla, pero ella negó con la cabeza. Obviamente, quería estar sola.

–No comprendo el rechazo de Su Majestad a la protección de la Guardia Real –dijo con voz de preocupación la condesa–. No consiente que sus guardias hagan el trabajo que les está encomendado y ningún caso hace a las continuas advertencias de Su Majestad, el emperador.

La comida fue exquisita y sencilla. La emperatriz solo tomó verduras, porque era vegetariana desde hacía muchos años.

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